Un amigo lector -perdonad el pleonasmo- me pidió ayer que le dijera si yo también creo que todo -todo-todo, como el café-café- es un disparate total, como a él le parece, o si pienso que el disparatado es él.
Le contesté remitiéndole un viejo texto que escribí hace años a imitación del Apocalipsis bíblico y salí para hacer unos cuantos recados. Poco después del mediodía fui a una cita: se trataba de que viera el cartel que anunciará el estreno de mi obra de teatro, José K, torturado. El cartel es buenísimo, pero al cabo de un rato yo me puse malísimo. Me entraron unos retortijones de mucho cuidado. De parto. Traté de hacer como que no, y me fui a comer con dos de los presentes. A la vista del aspecto de mi rostro, al parecer crecientemente deplorable, los amigos en cuestión me sacaron del restaurante y me metieron en un taxi. Tras una breve y enérgica discusión -¡querían llevarme a urgencias del Gregorio Marañón!- me depositaron en mi casa. Enseguida se abalanzaron sobre mis discos, así que pude retirarme a llorar en solitario sobre la cama. En esas estuve unas tres horas, sufriendo lo que sí está en los libros (en La Divina Comedia, capítulo destinado al infierno, sin ir más lejos).
Me tomé un té, un vaso de sal de frutas, otro de leche... En fin, que hice lo posible por vaciar el vientre. Pero nada.
Cuando ya estaba hecho una mierda sensu stricto, retorciéndome de dolor sobre una manta eléctrica y pensando cómo carajo me las iba a arreglar para enviar mi columna al periódico, ir al garaje a retirar el coche y disponerme para estar hoy estupendo, dispuesto a tomar un avión a las 07:30 para acudir a ver al lehendakari Ibarretxe... se me ocurrió un viejo remedio: la lavativa. Dedo de santo, si se me permite la expresión. Se me relajó el aparato -sigo hablando de digestiones-, el dolor me dijo adiós y en cosa de nada pude dedicarme a las labores propias de mi profesión.
Pero ya era tardísimo, y estaba cansadísimo. Recordé que tendría que levantarme hoy a las 05:30 para actualizar la web. No, no, no, de ninguna manera: imposible.
Fue de esa guisa como me acordé del texto que le había enviado por la mañana al amigo lector preocupado para la vida disparatada. Me dije que por qué no incluíroslo a todos, encajando lo bien que encaja ese escrito en mi estado ontológicamente estreñido.
Salió publicado en 1995 en Jamaica o Muerte, pero, como ya sé que casi ninguno de vosotros tiene ese libro, digo yo que no pasa gran cosa si hoy me copio a mí mismo.
O sea que, hala, allá va. Dice así:
Apocalipsis
Y vi que en la lejana India se desataban siete pestes, y las siete mataban como el rayo a cuantos de ellas huían. Y vi en Ruanda a dos grandes tribus que blandían la espada de dos filos, y por ambos dos ambas morían, y causaban terrible pavor en el resto de los humanos durante cien días, y luego ya nadie más miraba hacia ellas. Y vi a mil policías brasileños persiguiendo a cien mil niños, todos misérrimos y sucios, y a unos les daban muerte para que no afearan las calles y luego los tiraban, y a otros los descuartizaban y vendían sus órganos en la plaza pública. Y vi a un escribano colombiano que llevaba la cuenta de los asesinatos políticos, y vi que reía alborozado y lanzaba grandes vítores y hurras tras comprobar que su cuenta era la más larga del orbe. Y vi en España a un banquero que clamaba desde lo alto de un púlpito de jaspe y coralina, y decía que mil millones de humanos subsisten con una moneda al día, y nada decía de los muchos que no subsisten cada día. Y vi en la selva frondosa de México a trece batallones que llevaban trece cisternas de alcohol a trece pueblos indígenas, y les pedían que bebieran y bebieran, porque los beodos no se hacen guerrilleros. Y vi en la capital de México una gran fiesta presidida por un gran dragón, y el dragón vestía de púrpura y llevaba joyas de oro, piedras preciosas y perlas, y a su alrededor siete jefes de la política y siete magnates de la droga festejaban la victoria del dragón, la muerte de sus enemigos y el éxito de sus negocios. Y vi en Sudáfrica a doce tribus que se devoraban entre ellas, y en el norte de África a doce tribus que se devoraban entre ellas, y en Yugoslavia a doce tribus que se devoraban entre ellas, y en Rusia, a doce veces doce. Y todas eran fuertes, y todas tenían poderosas armas de acero y hierro, y todas las usaban.
Y vi que el mundo era sacudido por grandes desgracias, y que los terremotos destruían las ciudades, y que los barcos se hundían y las olas engullían a los hombres, y que los barcos se hundían y una espesa capa negra cubría los mares, y que el aire se pudría y el sol quemaba a las criaturas, y que las aguas se corrompían y eran escasas, y que las gentes se pegaban por haberlas.
Y me acerqué al palacio de la reina de Europa, y vi que estaba rodeado de cuatro fosos, y que detrás de cada foso se levantaban cuatro fortificaciones. Y vi que los soldados tiraban contra las turbas de mendigos que acudían de todo el mundo a pedir limosna. Y entré en el palacio y vi que los hombres y las mujeres vestían de lino blanco y fina seda, y en sus cabezas, muchas diademas de esmeraldas y rubíes, y en sus manos, copas de oro llenas de dulces vinos, pero eran ciegos y sordos, y su piel, aunque delicada, era insensible, y se hablaban, pero no se oían.
Y sentí entonces una profunda voz que retumbó en la bóveda celeste y que clamó: ««¡Vea quien tenga ojos para ver, y escuche todo aquel que sea capaz de oír!»
Pero no tuvo respuesta.
(1-10-1994)
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (20 de junio de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 7 de mayo de 2017.
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