Un medicamento de los varios que ingiero a diario para resolver la cosa de mi espalda -y que me propongo abandonar hoy mismo, a ver qué tal funciona mi columna sin fármacos- me produce una somnolencia brutal. Paso casi todo el día groggy y, en cuanto me descuido, caigo como una marmota. En el día de ayer, sin ir más lejos, dormí, aparte de las seis o siete horas nocturnas de rigor, otras cinco o seis más, repartidas en tres siestas. Eso, tratándose de alguien tan vigilante como yo -digo vigilante por lo de la vigilia, nada más-, es todo un record.
Bueno, pues a lo que voy.
Una de las veces que caí cual fulminado por un rayo divino, a primera hora de la tarde, estaba leyendo un libro bastante interesante. Me quedé traspuesto sobre el sofá, al arrullo del aire acondicionado.
Un par de horas después, abrí un ojo. Traté de situar mis coordenadas vitales (ya se sabe: quién soy, dónde estoy, a qué dedico el tiempo libre, etcétera).
Observé que alguien había dejado un ejemplar del periódico del día sobre la mesita, a mi lado.
Me incorporé y comencé a hojearlo.
Descubrí que el diario abría a cinco columnas con las paradas de un portero de fútbol. ¿A cinco columnas en primera? Increíble. Como si fuera el inicio de una nueva guerra, o un terremoto en Tarragona, o el estallido de un escándalo fenomenal.
Me pregunté si realmente estaba despierto.
Seguí pasando páginas. Había como unas veinte más con lo del fútbol, por delante de cualquier otra noticia. Mi inicial sensación de extrañamiento se convirtió en puro y simple horror.
Para ver si me reponía, opté por cambiar el orden de la lectura y la emprendí con la última página. Alguien que firmaba con el nombre de Francisco Umbral -pero que sin duda era un impostor, o un engendro de mi delirio- publicaba una columna en la que afirmaba que las colas que se formaron para visitar la capilla ardiente de Lola Flores «eran muy semejantes a las colas de la muerte de Franco». Y seguía: «Quiere decirse que hay quien tiene al pueblo consigo, sonando en todas las escalas de lo popular...».
«¡Cielo santo!», suspiré anonadado. Y retrocedí varias páginas más.
Entonces me encontré con el siguiente anuncio, a página entera:
-Nota: No es posible ofrecereros la imagen del anuncio porque no la podemos recuperar.
¡La Declaración de los Derechos del Hombre!
No podía ser verdad. No podía ser verdad. No podía ser verdad.
No podía ser verdad.
Repitiéndomelo, como quien cuenta ovejas -o corderos-, volví a dormirme.
Según se me cerraban los ojos, supliqué a los hados que me devolvieran a la vida en otro tiempo y en otro lugar.
Pero sólo me concedieron el primer deseo: desperté dos horas más tarde.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (18 de junio de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 30 de abril de 2017.
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