A las 20:00 horas de la tarde ayer, la Dirección General de Tráfico (DGT) contabilizaba 110 víctimas mortales en los desplazamientos por carretera habidos durante la Semana Santa. Teniendo en cuenta que hoy es aún festivo en cinco comunidades autónomas y que cuando se cumplan las 00:00 del martes habrá que esperar todavía 24 horas para ver cuántos de los heridos de gravedad -73 hasta ahora- acaban falleciendo, es más que probable que el número de muertos se aproxime al record de hace dos años: 135.
De todos modos, si se mira la serie de datos estadísticos año por año, se comprueba al punto que las variaciones son relativamente mínimas y explicables en función de factores elementales. La meteorología, en particular. Hay más accidentes cuando llueve: el agua disminuye la visibilidad y hace más problemáticos los frenazos. Por lo demás, el número de muertos en carretera durante la Semana Santa es ya prácticamente un dato fijo de la realidad.
Todos los años, sistemáticamente, la DGT lanza en vísperas de este periodo de vacaciones alguna campaña supuestamente preventiva. Esta vez le ha tocado el turno a los cinturones de seguridad. La DGT sabe perfectamente que las campañas de este tipo jamás han tenido una repercusión visible sobre la siniestralidad. Las sigue haciendo para evitar que se le pueda reprochar lo que de hecho es cierto: que está perfectamente resignada. Nuestra sociedad tiene marcadas una serie de preferencias y acepta que haya unos 6.000 muertos al año -y una cifra semejante de casos de grave discapacidad permanente- antes que replantearse esas opciones.
¿Qué preferencias son ésas cuya persistencia debería ser replanteada, si se quisiera poner remedio al problema?
La primera, desde luego, la exageradísima apuesta por el transporte individual (o unifamiliar) que sustenta nuestro modelo social. Una extensión decidida de los transportes públicos de alta velocidad -¿quién es hoy en día el memo que va de Madrid a Sevilla en coche si puede evitarlo?- y un reforzamiento subvencionado de los servicios de transporte públicos de corta distancia durante los periodos de vacación tendrían un efecto disuasivo de verdadera importancia.
En segundo lugar, habría que plantearse seriamente el escalonamiento por ley de los periodos de vacación, de modo que se eviten las salidas y los regresos masivos. La DGT siempre argumenta que las largas caravanas de salida y entrada no son particularmente mortíferas. Pero «olvida» atribuir a esas largas caravanas una serie de accidentes consecuentes. Particularmente los atribuibles a las graves imprudencias cometidas por quienes acaban de salir de una caravana y tratan de hacer en el menor tiempo posible el último tramo de su viaje.
En tercer lugar, carece de sentido que se autorice la fabricación de coches que alcanzan y superan los 200 km./h. si no hay ninguna carretera en la que pueda circularse a esa velocidad. La velocidad máxima de los vehículos debería acercarse a la máxima autorizada en autopista.
Seguiría con la lista de medidas posibles, pero no vale la pena. Porque no van a hacer nada. Saben que esto es una catástrofe, pero no les importa: hay en juego demasiado dinero como para ocuparse de unos cuantos cientos de vidas.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (21 de abril de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 28 de marzo de 2017.
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