Si la lucha de clases fuera el motor de la Historia, habría que concluir que está averiado. Hoy apenas hay lucha de clases.
Y no porque no haya ya clases, como sostienen los que solo frecuentan la suya. Haberlas, haylas, y en todas partes, así las reduzcamos a las dos más básicas: quienes dominan y quienes padecen su dominación. Lo que pasa es que la clase dominada no lucha, o lucha poco, o a la desesperada, sin organización, o solo de vez en cuando, y siempre a la defensiva, sin creer en sus posibilidades de victoria.
Marx no «inventó» la lucha de clases pero, a cambio, realizó una predicción terrible: que el capital se concentraría cada vez más. Acertó. Si lo sabremos hoy.
El capitalismo es hoy una fuerza no unificada, pero sí coordinada a escala mundial. Las grandes corporaciones, con el apoyo básico de los políticos al uso, compiten entre sí, pero, como en una especie de sociedad de socorros mutuos, hacen frente común contra todo lo que pueda poner en peligro sus intereses globales.
Entre tanto, quienes se oponen a su predominio, cada vez más asfixiante, plantean su combate a escala de cada país. Abordados en escenarios tan atomizados, sus esfuerzos se diluyen, lo que acentúa su impotencia real y su desánimo ideológico.
Se diría que, desde la caída del Muro, hemos entrado en un nuevo orden mundial totalitario -porque todo lo controla-, sin precedentes en la Historia, capaz de perpetuarse ad nauseam por falta de un oponente digno de ese nombre.
Siempre me ha llamado la atención lo pasmosamente actuales que son las obras de Shakespeare, particularmente en su retrato del poder. ¿Por qué sus criaturas, ideadas hace cuatro siglos, nos parecen tan cercanas? Porque actúan conforme a sentimientos idénticos a los que mueven a los hombres y mujeres de hoy. Ha cambiado la sociedad, se ha transformado el mundo, el escenario es otro, pero la ambición de poder, la avaricia, la soberbia, la envidia y los celos permanecen intactos.
Las grandes corporaciones financieras e industriales, los hipertinglados mediáticos, los enormes aparatos de poder...: eso es nuevo. Pero están mandados por hombres. Hombres ambiciosos que odian no ser el que más, hombres que desconfían del de al lado, hombres condenados a enfrentarse entre sí por la primacía de todo. Eso es lo de siempre.
El sueño de la dominación mundial tiene una bomba de relojería en su interior. Porque es un sueño humano y, por ende, transitorio. De eso estoy convencido. De lo que no tengo la menor idea es de qué hora marca el reloj de la bomba.
Javier Ortiz. El Mundo (19 de febrero de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 24 de febrero de 2013.
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