Recuerdo bien aquel 16 de agosto de 1977. Y recuerdo bien que la noticia me dejó bastante frío. «Ha muerto Elvis. Bueno, ¿y qué?».
Me impresionó mucho más –más tarde– lo de Lennon.
Elvis no representaba para mí ningún espejo en el que mirarme. Vestido como un perfecto hortera, con el pelo rezumando brillantina –y aquel espantoso tupé–, exhibiendo opiniones tópicas y reaccionarias...
Hacía años que ni siquiera tenía ya el físico y los modales del King Creole de su juventud. Estaba abotargado por la ingesta de todo lo ingerible, exhibía una sonrisa desmayada y se ponía unos trajes de lentejuelas que parecía un árbol de navidad venido a menos. Daba pena.
Tampoco lo que cantaba tenía su viejo nervio: hacía –le hacían– canciones ramplonas y almibaradas para degustación de la buena sociedad que acudía a las rutilantes fiestas de Las Vegas.
En mis funciones de director práctico de la revista Saida, me puse en contacto con el aragonés Agustín Sánchez Vidal, buen melómano, para que nos hiciera un artículo sobre el muerto.
–Le acusaban de haber traicionado el rock and roll –me comentó–. ¡Como si el rock fuera una causa, o una religión!
Entonces no le contesté nada, porque no tenía nada que contestar. El asunto no me interesaba gran cosa. Ahora quizá le discutiría que el rock no haya hecho las veces de una causa, o incluso de una religión. Porque años después oí el Graceland de Paul Simon, en el que el último hogar de Elvis hace las funciones de una nueva Meca, y aún más tarde me fue dado ver en Tennessee cómo la gente seguía acudiendo a la casa-templo de Memphis en actitud de respetuosa devoción.
Han pasado 26 años. Las discográficas siguen haciendo su agosto editando cualquier cosa de Elvis. Desechos, en sentido estricto: tomas fallidas, material descartado... La imagen que nos aportan del ídolo es la del joven lanzado, con un impresionante swing, todo ritmo, capaz de emular a la gente afroamericana en su capacidad para electrizar su cuerpo y moverlo al dictado de «esa música diabólica», según fue definido el rock por la gente de orden de los 60.
A mí, sin embargo, la única imagen de Elvis que al día de hoy me despierta una cierta simpatía, o algo parecido a la solidaridad, es la de ese tipo abotargado, ese boxeador sonado del ring del éxito, ese despojo humano en manos del show-business que, consciente o no, optó por quitarse de enmedio.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (16 de agosto de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 14 de octubre de 2017.
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