La onerosa sospecha de la prevaricación carga sobre las ya encorvadas grupas de los seis magistrados del Supremo que han ahorrado a González el trago de testificar sobre los GAL.
Qué imperdonable error.
Prevaricar es -digámoslo, por si queda alguien en estos tiempos judicializados que todavía no lo sepa- dictar una sentencia injusta a sabiendas de que lo es. Algo así no está al alcance de cualquiera. Ni siquiera de cualquier juez. Para prevaricar hace falta reunir dos condiciones, a cual más compleja: primero, hace falta ser capaz de distinguir lo justo de lo injusto; en segundo lugar, hay que optar por lo injusto, pasando olímpicamente de coartadas y autojustificaciones.
No voy a decir que prevaricar sea lo mejor que puede hacer un juez en esta vida. Pero me parece de rigor llamar la atención sobre el lado positivo de tan denostada actividad. Si bien se mira, un juez prevaricador puede ser un bellaco, pero es al menos un bellaco lúcido. No se engaña a sí mismo. Y no viola las reglas de la razón. Al obrar mal a conciencia demuestra que tiene conciencia de lo que está mal. Y eso está bien.
Conociendo por sus andanzas y pitanzas a los seis magistrados del Tribunal Supremo que han librado a González de la vergüenza del banquillo, no creo que sean prevaricadores. No dan la talla. Estos, como casi todos los jueces bien asentados en las alturas hispanas, son del género de los que se autojustifican diciendo que la Justicia debe impartirse atendiendo a «todo un conjunto de circunstancias», dentro de las cuales la Ley, en letra y en espíritu, es sólo un aspecto, no siempre principal. Son gente dada a ponderar con cuidado exquisito otros muchos factores, tales como «el contexto social», «la indeseada incidencia política de ciertos actos jurisdiccionales», «el respeto debido a las personalidades investidas de autoridad», «el daño que puede derivarse para el orden público y la gobernabilidad», etc. Y no creen que rendir pleitesía a esos factores conduzca a la injusticia, ni mucho menos. Lo ven, por el contrario, como una forma más elevada de Justicia, que acierta a sintetizar las exigencias formales de la Ley con la escrupulosa consideración de la Razón de Estado.
Por lo demás, la decisión de la mayoría del Tribunal Supremo sobre González no me escandaliza nada. Los jueces, como estamento, no están puestos para hacer el bien. Son agentes de tráfico del sistema. Su labor consiste en dar paso cuando el semáforo está en verde y en multar a los que se lo saltan cuando está en rojo. Una norma cuyas excepciones no son ley del BOE, pero sí ley de vida: casi todos los guardias de tráfico del mundo se guardan la libreta de multas cuando comprueban que el individuo que se ha saltado el semáforo es el señor alcalde.
Y es que los agentes de tráfico, como los jueces, saben que con las cosas de comer no se juega.
Javier Ortiz. El Mundo (6 de noviembre de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 3 de febrero de 2013.
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