Cuando el tiempo lo permite, me muevo por la ciudad en moto. Se gana la tira de tiempo. Sales a hacer tres recados y ganas no menos de una hora, comparando con el tiempo que invertirías si te desplazaras en coche. Al principio te da un poco de corte, porque, pese al casco, todo el mundo se da cuenta de que eres tirando a anciano, y te mira con sorna, pensándose que lo haces para darte un cierto aire juvenil. Qué juvenil ni que mandangas: lo que tienes es prisa.
Ir en moto -en motocicletita, más bien, que es lo mío- aporta una singular visión de la condición humana. Te apercibes de la clase de personal que constituye eso que solemos llamar, con eufemismo digno de mejor causa, ciudadanía. Los presuntos seres humanos que circulan en coche son la monda: escupen al exterior con hispano gracejo, tiran colillas -no las dejan caer, no: las tiran-, abren la puerta de su vehículo sin evaluar la posibilidad de que no tengas interés en estrellarte contra ella...
Pero hay un comportamiento típicamente automovilístico que en los últimos tiempos me tiene fascinado. Me refiero al aire que adoptan los conductores que te han hecho alguna llamativa pifia -cambiarse de carril sin avisar, girar inopinadamente, pasar rozándote, etcétera- cuando, en el siguiente semáforo, los alcanzas, te pones a su lado y los miras, a medio metro de distancia, con cara de evidente enojo. Una solución la mar de sencilla sería devolverte la mirada y hacer un amable gesto de disculpa. Pues no: el 99 por ciento finge que no se da cuenta de que tiene tu nariz casi pegada al cristal de su ventanilla y opta por mirar abstraídamente hacia un punto indeterminado del horizonte, como si estuviera profundamente absorto en la evaluación de algún problema de física cuántica. Es ridículo, pero es lo más corriente.
Y todo por evitarse una petición de perdón. Una leve, una mínima autocrítica de nada.
Nos irritamos con la incapacidad de nuestros políticos para asumir responsabilidades, es decir, para autocriticarse. Pero no son en eso distintos al común de los mortales. La inmensa, la aplastante mayoría de los habitantes de este país es alérgica a la autocrítica.
Y de veras que no sé por qué. Mi experiencia me ha enseñado que el comportamiento contrario es infinitamente más rentable: el personal suele ser muy benévolo con quien admite francamente que se ha equivocado y se disculpa.
Ayer , yendo en moto, me crucé malamente por delante de un coche. Le dí un buen susto al pobre conductor. Llegado al siguiente semáforo, me acerqué y le hice un gesto de disculpa. Me dedicó una sonrisa espléndida.
Salí ganando.
Javier Ortiz. El Mundo (29 de mayo de 1999). Subido a "Desde Jamaica" el 2 de junio de 2011.
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