Hace años que no recibía tal cúmulo de correspondencia en relación a una columna (El texto y el contexto, El Mundo, 30-VIII-2000). Y, desde luego, nunca me había encontrado con una división más tajante en la opiniones de lectores y lectoras.
Clasifico las respuestas en tres grupos: de un lado, quienes me han dicho que "estupendo", que "ya era hora de que alguien lo dijera", etc.; de otro, quienes me muestran su perplejidad (profesores y profesoras que, honestamente, me dicen que no saben de qué carajo iba la columna); y, de un tercero, quienes me ponen de vuelta y media, dicen que me he inventado el asunto y que soy un imbécil total.
Vayamos por partes.
1) El asunto no me lo he inventado. Mi fuente de información -un alto directivo de una prestigiosa editorial- me merece crédito total, y las respuestas del primer grupo confirman lo que me contó. Pero es evidente que no acerté a describir bien el fenómeno. Me referí a prebendas de alto copete -que si viajes de lujo, que si pagos en metálico- y la cosa, según he podido comprobar al profundizar en el asunto, no funciona siempre así, ni mucho menos. Según la importancia del encargo que pueda hacer el profesor, jefe de departamento o director concernido -es decir, según el monto de la factura-, las grandes editoriales hacen unas ofertas u otras. Si la factura es de tres el cuarto, lo que ofrecen es una agenda de piel, o una cartera, o algo de ese fuste. Si es mayor, la "compensación" es también más alta: que si un televisor "para el centro", que si tal lote de libros para la biblioteca, que si un laboratorio para prácticas... Finalmente, cuando lo que está en juego es un porrón de millones, entonces el cebo crece en consonancia: viajes de lujo, dinero...
Lo que importa en el asunto no es tanto el huevo como el fuero, es decir, que esa gente elige un libro de texto u otro no en función de la calidad del libro propiamente dicho, sino de lo que sacan por tomar una elección u otra. Y eso es corrupción. Eso es olvido del criterio estrictamente profesional que deberían aplicar. Más cutre en unos casos, más importante en otros.
¿Que no todos los profesores funcionan así? ¡Desde luego! Pero el fenómeno no tiene nada de anecdótico, y las grandes editoriales lo saben muy bien. Por eso hacen lo que hacen (las que lo hacen) o lo sufren (las que no lo hacen).
2) Ha habido quien ha creído ver en mi columna un desprecio hacia la profesión docente. Sería incapaz de tal cosa, así fuera sólo porque mi madre, a la que adoro, fue maestra, y como maestra me enseñó ella misma a leer y escribir cuando el que suscribe no levantaba dos palmos del suelo. Leer y escribir son las dos actividades que más placer me han dado en esta vida, si descartamos las confesiones impúdicas. Mi mujer es también maestra, y me consta que abofetearía muy a gusto a quien le propusiera una corruptela de ese género.
3) También ha atribuido alguno mi denuncia a algún género de aristocraticismo profesional. ¡Qué gran error! Si considero que hay una profesión que está corrompida hasta los tuétanos, ésa es la mía. Regalos en especie, comidas fastuosas, pagos por servicios no prestados, gabinetes de imagen que no actúan a la luz pública, viajes gratis -cruceros incluidos-, dinero contante y sonante...
Precisamente es el conocimiento de lo que ocurre en el mundo del periodismo el que me ha hecho llegar a la conclusión, tristísima, de que, como habría dicho el Dr. Lawrence J. Peter, "si algo es corrompible, se corrompe". Y la venta de libros de texto es corrompible.
Espero haberme explicado esta vez debidamente. Si no, aquí me tenéis para seguir dando cuantas explicaciones sean precisas.
Pero, por favor, no seáis corporativistas: creedme si os digo que ninguna corporación lo merece.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (1 de septiembre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 29 de agosto de 2009.
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