Dentro del sistema procesal de los EE.UU. -que aquí, gracias a la TV, conocemos mejor que el nuestro-, las partes pueden pedir al tribunal, si un testigo se les pone borde, que sea declarado hostil. En el caso de que el tribunal acceda, el testigo queda obligado a responder solo con un sí o con un no. Para lo cual, como es obvio, se le deben formular preguntas que quepa contestar con uno de esos dos monosílabos.
Testigo hostil de la realidad actual, desearía que las partes en litigio electoral sólo me hicieran preguntas que pudiera responder con un sí o con un no.
Lo que no sé es qué diablos podrían hacer con mis respuestas. «¿Quieres que gobierne Aznar?». «No». «¿Y que lo haga Almunia?». «No». «¿Y Frutos?». «No». (Y para mis adentros: «Ahora que sé que le cedería mi apoyo a Almunia»).
Es la gran ventaja que tiene el procedimiento del referéndum, siempre que la pregunta a la que debas contestar no sea un caos: no sólo te deja administrar muy bien tu criterio -punto clave-, sino que además te pronuncias sobre una idea; no sobre un menda.
Porque ésa es otra.
Me da que la inmensa mayoría no es consciente de la enorme cesión de soberanía individual -o sea, de independencia personal- que supone votar a tal o cual lista en unas elecciones generales. Implica delegar durante cuatro años en un puñado de individuos nuestra capacidad de intervención en los asuntos públicos. Es una decisión en extremo delicada, que requiere de un grado de confianza muy elevado. Supongo que usted no otorga al primero que pasa por la calle el derecho a administrar su cuenta corriente y a decidir, en su nombre y con plenos poderes, qué paga y qué no. Pues el voto es lo mismo, pero a gran escala.
«Si todo el mundo pensara como tú, sería imposible elegir un gobierno. Sería la anarquía», me objeta mi buen amigo Gervasio Guzmán, probablemente sin darse cuenta de hasta qué punto acierta.
Le respondo: si la gran mayoría pensara como yo, las elecciones serían muy diferentes. Pero no a la hora del voto; desde el principio. En realidad, la propia sociedad sería muy diferente. No sé si mejor -la experiencia me ha enseñado a ser bastante escéptico con los resultados prácticos que arrojan las mejores intenciones-, pero, en todo caso, diferente. De modo que no vale la pena ni plantearse qué podría pasar si «todo el mundo» pensara como yo. Semejante cosa no ocurrirá nunca.
Por lo demás, no reflexiono en voz alta para invitar a los demás a hacer o a no hacer esto o aquello. Me limito a contar lo que pienso. Y que cada cual se apañe.
Javier Ortiz. El Mundo (11 de marzo de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 14 de marzo de 2011.
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