Está resultando interesante ver cómo y cuántos se están retratando con la polémica sobre la retirada de la estatua de Franco de Madrid.
Tiene su punto comprobar, por ejemplo, que algunos que se mostraron encantados hace unos meses con el derribo de la efigie de Sadam Husein en Bagdad sueltan ahora muy serios que las estatuas son sólo estatuas y que lo mejor es dejarlas en paz.
Me fascina también el argumento de que, a fin de cuentas, las plazas de toda España están repletas de monumentos dedicados a la memoria de personajes muy discutibles, cuando no francamente reprobables, y que nadie ha pedido que se retiren. A decir verdad, lo que me ha extrañado es que, metidos en tales gastos, no hayan recordado que en el parque del Retiro, en Madrid, hay un monumento a Lucifer.
El mero hecho de que existan en la vida pública de este país tantos que no se dan o no quieren darse cuenta de la carga simbólica excepcional que acumula la figura de Franco, máximo representante de cuarenta años todavía recientes de reiteradas y masivas afrentas a los derechos y libertades individuales y colectivos, es indicativo de cómo está el patio. Y de hasta qué punto lo que se discute no es un asunto meramente histórico, sino vivo y coleante. Que se vayan a Berlín a defender que sus plazas exhiban estatuas de un Hitler victorioso y les digan a los demócratas alemanes que a fin de cuentas es sólo un episodio de su Historia. Ya verán qué bien les va.
Hay quien llama la atención sobre el hecho de que el PSOE estuvo ya durante 13 años en el Gobierno y no retiró las estatuas -dicho sea en plural, porque por entonces había varias- de homenaje a Franco. Eso, además de ser una verdad difícilmente discutible, apunta a uno de los problemas de fondo que se encierran en toda esta polémica. En efecto, Felipe González se lavó las manos en el asunto. ¿Por qué? Porque sabía, como lo sabíamos todos y ahora se trata de olvidar, que su mismo Gobierno, por muy socialista que se dijera, era resultado del pacto de respeto a los albaceas testamentarios del franquismo en el que se basó la llamada Transición.
Si la figura de Franco debe ser zaherida y su memoria denostada, ¿qué hacemos entonces con los que llegaron a las más altas cumbres del poder y quedaron atados y bien atados a ellas porque así lo quiso y así lo ordenó él en persona?
Si ahora han descubierto que el franquismo merece ser descabalgado de manera inapelable, ¿qué hacen compadreando con quienes iniciaron su carrera subidos al jamelgo de Franco?
Lo que pretenden es hacernos creer que el franquismo fue Franco, sólo Franco y nadie más que Franco. Y ahí, no: a otro perro con ese hueso.
Incluso, bien pensado, casi mejor que dejen las estatuas donde estaban. Su muda presencia reflejará mucho mejor la verdadera realidad del poder político en España.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (18 de marzo de 2005) y El Mundo (19 de marzo de 2005). Hemos publicado aquí la versión del periódico. El apunte se titulaba El símbolo de la estatuta. Subido a "Desde Jamaica" el 19 de noviembre de 2017.
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