Aprueba el Príncipe Felipe que se reforme la Constitución para que el varón no prevalezca sobre la hembra en el orden sucesorio -en concordancia con «el signo de los tiempos», dice- y todo el mundo se felicita por su buena sintonía con los aires de igualdad que se tienen por propios de este siglo XXI. (Me sorprende que nadie se pregunte por qué considera que el «signo de los tiempos» debe regir los destinos de su hija, pero no los suyos propios. De ser coherente, debería aplicarse el criterio que aplaude, renunciando a la sucesión en beneficio de su hermana mayor. Pero de casta le viene al galgo: la generosidad dinástica nunca ha sido un rasgo característico de la familia.)
Aplauden no pocos reputados juristas la actitud de Felipe de Borbón, quien, según ellos, viene a reconocer el valor superior de lo proclamado en el artículo 14 de la Constitución, según el cual «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Dejando a un lado que en la Constitución no hay artículos a los que quepa atribuir un rango jurídico -jurídico, digo- superior a los demás, de modo que tanto vale el artículo 14 como los incluidos en el Título II (y tanto el artículo 2 como la Disposición Adicional Primera, por poner otro ejemplo), se ve mal por qué todos, del Rey abajo, hayamos de inclinarnos ante la parte del artículo 14 que habla de la no discriminación por razón de sexo y, en cambio, debamos dar por no oída la parte que habla de la no discriminación por razón de nacimiento. ¿Tal vez porque, si no se aceptara la discriminación por razón de nacimiento, no sólo la recién nacida Leonor, sino toda la institución monárquica, quedaría en una situación extremadamente inconfortable? En efecto, la piedra angular misma de la Monarquía es el privilegio de cuna: ellos nacen superiores, con derechos y privilegios exclusivos, inalcanzables para los demás.
Apoyándose en ello, no faltan los aguafiestas que hacen chanza de la adecuación de la Monarquía española al «signo de los tiempos». «Si tan partidarios son del «signo de los tiempos», que acepten el derecho igual de todos los ciudadanos a ser elegidos para el puesto de Jefe del Estado», argumentan.
Pero se equivocan. Cometen el error de dar por hecho que el signo de estos tiempos que corren empuja hacia la igualdad universal de derechos. No sé de dónde habrán podido sacar tan absurda idea. Lo característico del actual momento histórico -el signo de estos tiempos- es la combinación de las más hermosas proclamas igualitarias con el mantenimiento, o incluso el acrecentamiento, de las desigualdades más lacerantes.
La Monarquía española se atiene estrictamente al signo de los tiempos.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (1 de noviembre de 2005) y El Mundo (3 de noviembre de 2005). Hemos publicado aquí la versión del periódico. Subido a "Desde Jamaica" el 6 de noviembre de 2009.
Comentar