Otra vez a vueltas con la pedofilia y la pederastia. Muchos las confunden. No son lo mismo. El término pedofilia no figura todavía en los diccionarios, pero acabará abriéndose hueco, porque es necesario: se refiere a la atracción erótica que algunos adultos sienten por los niños (o niñas). La pederastia, en cambio, define el abuso sexual de menores. Un abismo separa ambos conceptos: en el primer caso no hay violencia; en el segundo, sí. Sin embargo, la moral victoriana dominante condena por igual ambas realidades.
Es lo más cómodo, sin duda. Pero no lo más justo.
El fenómeno es complejo. En primer lugar, hay que clarificar qué entendemos por infancia. La infancia tiene una desembocadura biológica (la pubertad), pero esa frontera no es válida a efectos legales, porque varía según las personas. La idea de infancia -su catalogación cultural- ha cambiado mucho a lo largo de los tiempos y sigue siendo muy diversa según los países. Tiene no poco que ver con las expectativas de vida. En la Roma imperial, la gente era vieja con 30 años. En consecuencia, se casaba nada más llegar a la pubertad: con 12 o 13 años. En tiempos de mi abuela, había mocitas que contraían matrimonio -está gracioso lo de contraer, parece una enfermedad- con los 14 recién cumplidos. Eran los que tenía la pobre Leonor Izquierdo cuando esposó a Antonio Machado, y a nadie se le ocurrió tachar al ilustre poeta y pensador de pederasta. De hecho, la Iglesia católica sitúa la mayoría de edad sexual a los 14. Pero para la mayoría de nuestros conciudadanos la relación carnal con alguien de 14 años debe ser tenida por peligrosamente aberrante.
Aunque las ocultemos púdicamente, casi todos los adultos tenemos en nuestra memoria experiencias sexuales infantiles en las que intervino algún adulto. En mi colegio, había un confesor jesuita que metía mano a los chavales. Me daba tanto asco que dejé de confesarme. En cambio, recuerdo a una sirvienta que -debía de tener yo por entonces 11 o 12 años- me enseñaba los pechos y dejaba que se los acariciara. Le tengo puesto un altar en mi corazón. Lo primero me resultó traumático; lo segundo, todo lo contrario: me ayudó a adquirir una conciencia desinhibida y sana del sexo. No es igual la relación forzada, que se prevalece de la autoridad y se basa en el miedo, que la que se ofrece libre, elegible, aunque la diferencia de edad sea también grande.
Lewis Carroll sentía una enorme atracción por las niñas. Gustaba de fotografiarlas con muy diversos disfraces, pero también desnudas. Tenía una inclinación pedófila como la copa de un pino, vaya. Con los criterios actuales, habría sido machacado por la opinión pública, y es poco probable que le hubieran quedado ganas de escribir Alicia en el país de las maravillas. Woody Allen también estuvo a punto de ser lapidado hace unos años por tener una novia muy joven. Un poco de sutileza no le vendría nada mal a nuestra sociedad gobernanta.
Javier Ortiz. El Mundo (30 de julio de 1997). Subido a "Desde Jamaica" el 1 de agosto de 2011.
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