Mi buen amigo Gervasio Guzmán no me creyó cuando le dije ayer que hace algo así como cuarenta días que no fumo, y que dejar el tabaco no me ha acarreado mayores problemas.
–¿Que dejaste de fumar tú de un día para otro? ¿Que pasaste de sesenta cigarrillos diarios a ninguno, sin más?
–No, sin más no –le respondí–. Aproveché para dejar también de beber alcohol. Fue una astuta artimaña: conseguí que los dos monos se pegaran entre sí y me dejaran tranquilo.
A partir de ahí, toda su obsesión era enterarse del truco. Porque tenía que haber truco.
–¿Qué método usaste? ¿Pastillas, parches, chicles?
–Nada de eso. Bueno, no, miento: algo sí. Empecé tomando bromazepam, por consejo de mi médico. En pequeñas dosis, el bromazepam sirve para prevenir los estados de ansiedad. Al tercer día, sin embargo, prescindí del medicamento y comprobé que mis nervios no experimentaban cambio alguno, de modo que opté por no tomarlo más. Y hasta hoy.
Aquella respuesta, obviamente, no le satisfizo. Así que volvió a la carga.
–Entonces es que leíste el libro, ¿verdad?
La verdad es que no sé qué libro es el libro, pero me consta que el libro existe, porque me han hablado de él lo menos doscientas o trescientas personas: «¿No has leído el libro?», «¡Tienes que leer el libro!», «¡El libro es maravilloso para dejar de fumar!». Y así. A todos les he soltado la misma ristra de evidencias: «Aquel que realmente está decidido a dejar de fumar deja de fumar. Quien ya está persuadido de algo no necesita que nadie le persuada. Los argumentos en contra del tabaquismo son de dominio público; no hace falta que nadie te los venda envueltos en papel de regalo». Etcétera.
Supongo que todos los muchos trucos que se utilizan para dejar de fumar no son sino diversos modos de apuntalar voluntades tambaleantes, y que yo no he necesitado de ninguno porque mi decisión era firme.
En el fondo, la voluntad es como la puntualidad. Gervasio explica mi puntualidad germánica y su impuntualidad insular apelando al prestigio. «Tú tienes fama de ser terriblemente puntual. Ese prestigio actúa como un poderoso estímulo: tienes que seguir llegando a las citas con invariable puntualidad, porque te juegas tu imagen. En cambio, yo he acumulado una espantosa reputación de impuntual. No tengo ningún prestigio que mantener. Incluso cuando puedo llegar a la hora, me retraso con lo que sea, para que no me abrumen con sarcasmos: “¡Insólito, Gervasio ha llegado a la hora en punto!”».
Tal vez ocurra lo mismo con la voluntad. Algunos arrastramos fama de tenaces. De cabezotas, incluso. Eso nos sobremotiva cuando nos comprometemos públicamente a alcanzar tal o cual meta.
Pero no estoy seguro de que nuestro espíritu no sea un amasijo de vasos comunicantes. Ahora no fumo y no bebo alcohol, pero como cual poseso. Como decían Les Luthiers, lo único que sacia mi ansia de comer... es comer. Es palmario que la soterrada ansiedad que me empujaba a fumarme tres paquetes de Ducados por día se ha canalizado ahora hacia la comida. Con lo cual, pese a que hago ejercicio, he engordado ya 2 kilos en cuarenta días. Mi médico me tranquiliza: «No es para tanto. Y ponerse a adelgazar es mucho más sencillo que dejar de fumar». Yo no estaría tan seguro. Y. además, me intranquiliza: si también tapo esa válvula de escape, ¿por dónde me saldrán las ansiedades?
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (29 de julio de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de junio de 2009.
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