Es una de las ficciones más imbéciles de nuestro sistema político, y cuidado que abunda en ellas: ahí lo tenéis, Juan Carlos de Borbón y Borbón, Rey de España (y de Ceuta y Melilla), de paseo por América Latina, dando consejos y pontificando por boca de ganso. Nada de lo que dice lo ha pensado él, y menos aún escrito.
Tanto daría que fuera ágrafo (de hecho, a mí no me consta que no lo sea). Él va leyendo en cada lugar los papeles que le pasan. Lo único que aporta de genuino es la sonrisa –para estas alturas abotargada– y esa campechanía tan suya y tan borbónica que, viendo al hijo, está claro que desaparecerá felizmente con él mismo.
Leo en los periódicos de estos días: «El Rey insta a los gobernantes iberoamericanos a unirse en la lucha contra ETA», «El Rey apoya la transición peruana»... Paparruchas. El Rey recita lo que el equipo mixto de amanuenses de La Moncloa y La Zarzuela le dicen que recite. Y basta con escuchar cómo lo hace –trabucándose cada dos por tres– para darse cuenta de que ni siquiera se ha tomado el trabajo de darle un repaso previo. Aunque también podría ser que se lo hubiera dado sin entender de qué va: él es muy suyo. Siempre me acordaré de aquella ocasión, allá por los años 60, en que, siendo todavía Príncipe de España y encargado de la inauguración de una carretera, sacó del bolsillo un papel y leyó: «Queda inaugurada esta carretera».
Es como en el cuento del Rey desnudo, pero con discursos: todos saben que no sabe, que tan sólo papagayea, pero ponen cara de admiración, lo aplauden y le felicitan efusivamente por sus palabras cuando finaliza su perorata.
Valiente mérito, el suyo: lo único que se le pide que haga es leer y lo hace mal.
Vaya despilfarro de país: tiene que contratar un actor, elige uno que no sabe ni recitar y encima le paga un pastón.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (26 de noviembre de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 30 de junio de 2017.
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