Hay muchas cosas -demasiadas- que me ponen de los nervios. Perro una de las que consiguen sacarme de mis casillas con más facilidad es ese principio presuntamente ecologista y esencialmente sinvergüenza: «El que contamina paga». Ayer volví a escucharlo en boca de las autoridades españolas, con referencia al desastre del Prestige.
Era el tópico favorito de la ex de la cosa, Isabel Tocino, que lo soltaba en cuanto se producía cualquier desastre de los que no controlaba su Ministerio. (Una curiosidad: Isabel Tocino es la única persona bajo la capa del cielo que me haya producido unas automáticas ganas de vomitar. Era verla y entrarme unas arcadas de aquí te espero. No exagero: tengo testigos. Una vez, un compañero periodista me preguntó, extrañado: «Pero ¿no te parece guapa?». A lo que sólo pude responderle: «¿Guapa? ¿¿¿Guapa???? Pero, ¿cómo diablos podría saber yo lo que hay debajo de todos esos kilos de pintura repugnante?»)
«El que contamina paga».
Imposible encontrar un principio más cínico. De acuerdo con él, el objetivo no es preservar el medio ambiente, sino recaudar.
Ni siquiera dice: «El que contamina pagará una multa equis veces superior al daño causado». No; basta con dejar claro que habrá de pagar algo. La Naturaleza se quedará hecha unos zorros, pero las arcas del Estado se verán beneficiadas.
Se me ocurren otras posibilidades. Consignas más adecuadas:
«El que contamina, a la cárcel». Por ejemplo.
O bien: «O me demuestras que tú no contaminas o ya estás yéndote con la música a otra parte».
Tercera hipótesis: «Ningún barco que incumpla las normas elementales de seguridad podrá transitar por las costas de mi país. Y que no se me ponga tonta la UE, porque la declaro responsable subsidiaria».
Todo menos esa babosidad tocinera de «el que contamina paga». ¿Quién se la enseñó? ¿Algún banquero santanderino?
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (20 de noviembre de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de enero de 2018.
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