«Todo el mundo tiene derecho a cambiar de manera de pensar», suele decirse. Y lejos de mí la intención de negarlo. Pero hay diversos modos de cambiar, y cada uno de ellos merece una valoración específica.
Por ejemplo: no es lo mismo un cambio ideológico-político que se traduce en una significativa mejora de la posición social y económica del mutante que otro que tiene por resultado un apreciable deterioro de su estatus social y una notable pérdida en sus posibles.
Este segundo es poco probable que esté dictado por motivaciones inconfesables. El primero, en cambio, merece un examen ulterior, para comprobar si su transformación es fruto de una rigurosa autocrítica o más bien el resultado de una pirueta oportunista.
Tampoco puede juzgarse del mismo modo la transformación ideológica de quien cambia de bando como quien cambia de chaqueta, y aquí paz y después gloria, que la de aquel que cambia radicalmente de concepciones pero asume su pasado y obra en consecuencia.
Obrar en consecuencia obliga, en lo fundamental, a dos cosas.
Una es aceptar que, por razones de honradez elemental, no resulta decente estar al frente de un bando y pasar sin más protocolo a encabezar el opuesto. (Creo que era el vasco Manuel de Irujo el que decía aquello de: «Los conversos, a la cola». Es lo justo.)
La otra es admitir que, si cuando pensaba lo anterior lo hacía con su mejor voluntad y sapiencia, está en la obligación de tratar con escrupuloso respeto a aquellos que siguen pensando como él lo hacía antes, no poniendo en duda ni su buena intención ni el correcto funcionamiento de sus meninges.
Está feo señalar con el dedo, pero me parece inevitable referirme en este punto a los mil y un conversos que en los últimos decenios han defendido causas tales como el derecho de autodeterminación de Euskadi y Cataluña, o como la existencia de diversas soberanías dentro de España, o como la conveniencia de reorganizar el Estado conforme a un modelo federal, y que ahora no sólo se ponen al frente de la manifestación contraria sino que descalifican y adjetivan del peor modo a quienes se limitan a defender los criterios que ellos consideraban fundamentalísimos apenas hace unos años. ¿Eran la mar de astutas y, sobre todo, perfectamente bienintencionadas aquellas ideas cuando las defendían ellos, pero han pasado a convertirse en menospreciable y asquerosa caca de la vaca a partir del histórico momento en que ellos -siempre ellos- han decidido privarlas de su favor?
No pretendo que nadie merezca condena por haber cambiado. Ni siquiera por haber cambiado para convertirse en lo opuesto, o en la caricatura de lo opuesto. Lo odioso de la peripecia de algunos no es el hecho mismo de que hayan cambiado, sino cómo lo han hecho. Como si siempre hubieran estado en posesión de la verdad. Antes y ahora.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (19 de diciembre de 2005) y El Mundo (22 de diciembre de 2005). Hay algunos cambios, pero no son relevantes y hemos publicado aquí la versión del periódico. Subido a "Desde Jamaica" el 17 de octubre de 2009.
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