Durante muchos años ha sido un tópico atribuir al PP el mérito de habérselas arreglado para aglutinar a la extrema derecha española e impedir que se independizara electoralmente.
En efecto, las encuestas han venido confirmando sistemáticamente la existencia en la sociedad española de una corriente de opinión ultrarreaccionaria que nunca ha contado con la representación parlamentaria que le correspondería por su importancia social. Ese singular fenómeno se ha explicado siempre dando por hecho que el PP había acertado a embridar a los sectores más autoritarios de nuestra sociedad, manteniéndolos dentro de los cauces democráticos.
Ha llegado el momento de revisar esa creencia.
La extrema derecha española bebe en dos fuentes. La primera es la nostalgia del franquismo. La segunda, la panoplia ideológico-política de la que se han ido pertrechando las fuerzas hiperderechistas de otros estados europeos.
La nostalgia del franquismo puede valer a esa gente como referente mítico, pero no para mucho más. Está ya demasiado lejos, en todos los sentidos. Hace 25 años podía soñar en un regreso a fórmulas de gobierno de tintes falangistas, pero ya no. Ese tipo de parafernalias no encajan con las estéticas al uso. A lo que puede aspirar ahora -y a lo que sin duda aspira- es al triunfo político de sus ideas más queridas, en las que se funden las fijaciones del viejo nacional-catolicismo con las obsesiones xenófobas y favorables al Estado policial más en auge en el viejo continente.
Pues bien: esa ultraderecha -en parte vieja, en parte remozada- no sólo no está embridada por la actual dirección del PP, sino que ha tomado su mando. Es la corriente que predomina en el PP de hoy.
Hace diez, quince años, los estrategas de la derecha española vieron claro que, para llegar al poder, el recién refundado PP tenía que darse aires de «moderno» y «centrista», apuntando a todos los flancos débiles que ofrecía el Gobierno de Felipe González, que se había escorado radicalmente hacia el autoritarismo policial, hacia el centralismo desaforado y hacia el servilismo más bochornoso con respecto al diktat de los EEUU. Fue su oposición a ese modelo político -oposición oportunista, pero real- la que llevó a que se hablara de la existencia de una «pinza antifelipista» formada por el PP e IU, que por entonces alcanzó sus cotas más altas de respaldo social. (Ya he escrito hace poco sobre esa falsa «pinza»: no insistiré hoy en ello.)
En aquel momento sí que tuvo sentido remarcar la singularidad del papel de la ultraderecha española, subordinada a un partido que incluso coqueteaba en aspectos clave con el ideario socialdemócrata.
Pero en los tiempos actuales, tras la insufrible chulería de su último tramo en el Gobierno y su bochornosa y ridícula pasada por la piedra del 11-M, las banderas que ondea el PP no tienen posible comparación con las que enarbolaba en 1994 (digo, por poner una fecha clave). Entonces podía dárselas de «centrista», de hablar catalán en la intimidad y hasta de estar a partir un piñón con el PNV de Arzalluz. Ahora de lo único que podrían presumir es de coger a Le Pen por la derecha.
Ahora el PP es un partido de extrema derecha. Pero no lo digo con ánimo denigratorio, sino meramente descriptivo: más a su derecha ya no queda nada. Ya no embrida a nadie. Ni siquiera a sí mismo. Corre desbocado.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (20 de diciembre de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 29 de noviembre de 2017.
Comentar