Consternación general: será el ultra Le Pen quien acompañe a Jacques Chirac en la segunda vuelta de las presidenciales francesas. Todo el mundo se echa las manos a la cabeza.
«¡Increíble!», dicen.
¿Sí? A mí no me lo parece tanto.
No sé por qué les asombra el guiso. O el pot pourri, si se prefiere. En realidad, los ingredientes estaban ya todos en la cazuela.
En primer lugar, el más importante: la abstención, que se preveía muy alta, y lo ha sido. Se sabía que el enfrentamiento entre las dos opciones que se presentaban en principio como viables, la de Chirac y la de Jospin, no suscitaba mayor entusiasmo en el electorado, una parte sustancial del cual iba a decirse: «¿Uno de esos dos? Pues cualquiera. ¡Tanto da!».
Ayer en Francia se movilizó el voto más militante. El de quienes acuden a las urnas porque quieren que gane el suyo, el de su partido, o porque están dispuestos a votar aunque su candidato (o candidata) carezca de posibilidades reales de acceder a la Presidencia. Basta con ver la dispersión del voto que se ha producido (casi la mitad de los sufragios ha ido a parar a candidaturas imposibles) para comprobarlo.
En esas condiciones de desmovilización y dispersión, el éxito de Le Pen es importante, pero no arrollador: ha obtenido el 17% de los votos emitidos, pero el 11% de los potenciales. No mucho más que la suma de los alcanzados por la izquierda radical.
A efectos del análisis social -el estrictamente político es otra cosa-, también hay que relativizar la derrota de Jospin. El jefe de los socialistas llegó al Gobierno respaldado por la llamada «izquierda plural», que unía hasta cinco fuerzas del reformismo moderado y la izquierda convencional. Al haber acudido esta vez a las urnas cada una de ellas por su cuenta -más por su cuenta que nunca, con la escisión de Chevènement-, Jospin se ha quedado con los votos raspados de sus incondicionales. Súmense los votos obtenidos ayer por los partidos que dieron su apoyo al jefe de filas del PSF tras las anteriores legislativas y se comprobará que, de haber acudido unidos a las urnas, el todavía primer ministro habría desbancado a Le Pen sin la menor dificultad.
Si nos ocupamos menos de los meandros circunstanciales de las querellas partidistas y más en las tendencias socio-políticas de fondo, convendrá que no perdamos de vista algunos otros factores de la realidad francesa que quedaron reflejados en las urnas de ayer.
Uno es, sin duda, el estrepitoso hundimiento del Partido Comunista. Nada que ver con la pérdida de fuelle de su homólogo español. En España, el PCE se ha desinflado porque buena parte de su base social -que nunca fue tan poderosa como la del PCF- ha ido perdiendo el gusto por la pelea y se ha despolitizado, o se ha acomodado al posibilismo reinante, instalándose en posiciones vagamente reformistas. En Francia, muy buena parte de la base social de los comunistas se ha pasado a Le Pen. Se ha ido a la extrema derecha, pura y simplemente. Sin ni siquiera hacer escala en el centro. Por extraño que pueda parecer, visto a distancia, el hecho es indiscutible: el electorado de los grandes barrios obreros del cinturón de París, otrora fielmente comunista, es ahora el principal bastión del Frente Nacional. ¿Culpa de la falta de alternativas y la molicie de los burócratas del viejo partido? ¿Despecho hacia la corrupción de la política convencional, a la que el PCF se ha aferrado con uñas y dientes? ¿Reacción primaria ante la degradación de las relaciones sociales en sus áreas de afincamiento, achacada de manera simplista a la fuerte inmigración descontrolada? Bastante de todo eso, y más, supongo. Pero la realidad de ese trasvase social es tan evidente que reclama un análisis específico y urgente.
Ligado parcialmente a lo anterior, aunque de significación no sólo distinta, sino incluso opuesta, hay que situar el auge electoral de las diversas opciones de la extrema izquierda, que se han colocado por encima del 10% de los votos emitidos (en torno a un 8% del cuerpo electoral en su conjunto). El descrédito del PCF ha afectado también a los sectores más combativos e ilustrados de la izquierda más crítica, a los que el comunismo de siempre ya no puede retener apelando a un «voto útil» hundido en la miseria. Preocupa, no obstante, la incapacidad de esa izquierda para caminar unida: se ha emancipado de no pocas herencias de la izquierda tradicional, pero sigue siendo víctima de su inveterada tendencia a la sectarización.
Un último elemento para este análisis de urgencia: la constatación del fracaso del bipartidismo a la americana (o a la española). Entre el 28,5% que se ha abstenido y el 65% que ha votado, pero no a ninguna de las dos grandes opciones teóricas, tres cuartas partes de los potenciales electores franceses se han negado a pasar por esas horcas caudinas tan à la mode.
Es interesante. Y demuestra que tampoco es tanto el poder de los grandes mass media.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (22 de abril de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de abril de 2017.
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