Hay sucesos que, vistos a mucha distancia geográfica y cultural y sin conocimiento de la realidad que los rodea, parecen irreales, absurdos, e incluso inhumanos, dicho sea en el sentido estricto del adjetivo, es decir, como impropios de nuestra especie.
Que un individuo se introduzca en un coche cargado de explosivos y se lance contra las instalaciones de un establecimiento público, como sucedió el pasado martes en el Hotel Marriott de Yakarta, es uno de esos sucesos. Estamos ya más o menos habituados a que hechos así se produzcan en países que se encuentran en guerra, internacional o civil. Damos en considerar que el horror inherente a la guerra explica no sólo la violencia, sino incluso la violencia suicida.
Pero en Indonesia no hay guerra. ¿O sí?
Una sensación similar de extrañeza nos invade cuando vemos a Amrozi ben Nurhasim, acusado de haber sido uno de los autores del atentado que causó dos centenares de víctimas en Bali en octubre de 2002, recibir su condena a muerte con risotadas y gestos de júbilo.
Disto de ser experto en asuntos indonesios pero, cuando oigo noticias como ésas, me acuerdo de los días que pasé en aquellos lares en 2001. Estuve en Yakarta, en la misma zona residencial donde se encuentra el Hotel Marriott. Pero también me moví algo por la ciudad y por la isla de Java, y fui testigo de la miseria infinita de millones y millones de personas, para las que la vida –incluida la propia– no vale apenas nada. El escandaloso contraste entre el lujo asiático en el que vive la minoría privilegiada, enfeudada a las grandes potencias internacionales –a los EUA sobre todo–, y la infraexistencia de los más vuelve superfluo cualquier intento de demagogia.
Un suceso me resultó más ilustrativo que mil datos. Creo que lo conté por entonces en mi Diario. Iba yo paseando por una calle de Yogyakarta, acompañado por el inevitable guía, cuando un hombre se me acercó. Llevaba de la mano a una jovencita, casi una niña. «Mister, mister, 20 dollars!», me dijo. Pedí al guía que me explicara qué significaba aquello. «Es su hija. Se la está ofreciendo. Se la vende», me respondió. «¿Como prostituta?», le pregunté, sin poder creérmelo. «Como lo que quiera. Ya le he dicho que se la está vendiendo», concluyó el hombre.
Por supuesto que Indonesia tiene muchos problemas, además del de la miseria. Gravísimos conflictos de integración –o desintegración– nacional, de identidad religiosa, de modelo económico; enormes escándalos de corrupción; interferencias constantes y descaradas de las Fuerzas Armadas en la vida política y social; violaciones sistemáticas de los derechos humanos... Pero la miseria los empapa todos. Y los agrava todos.
A mí no me sorprende nada de lo que de vez en cuando nos cuentan de allá.
Si es caso, me sorprende que no se cuente mucho más. Y mucho peor.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (8 de agosto de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 24 de diciembre de 2017.
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