Tienen miedo. Se han rodeado del más aparatoso blindaje que se haya visto jamás a este lado del Pirineo: calles cortadas, policías por todas partes, vigilancia por tierra, mar y aire. No quieren que nadie ajeno a su tinglado pueda verlos, así sea de lejos. Tampoco ellos quieren ver ni de lejos a nadie que no tengan en nómina. Como al pobre niño aquel que mantuvieron vivo aislándolo de toda posible infección, encerrándolo dentro de un pequeño espacio totalmente purificado («el bebé burbuja», lo llamaron), también ellos han decidido enclaustrarse en un espacio de asepsia total, que no pueda ser contaminado por nada que proceda del aire libre.
Ahí los tienen, en Barcelona. Es el alto mando de la Unión Europea. El poder burbuja.
¿Tan temibles son los riesgos que afrontan? ¿Tan peligrosos son los manifestantes que les esperan a algunos kilómetros de su torre de marfil con la intención de hacerles patente su desacuerdo? El ministro del Interior lleva meses rumiando su obsesión y haciéndosela saber a todo aquel que quiera oírle: dice que teme que este fin de semana se junten en Barcelona unos cuantos cientos de kale borrokalaris procedentes de Euskadi con otros tantos okupas con residencia in situ. ¿Y para enfrentarse a esa moderna reedición de la Armada Invencible era necesario aplicar durante varios días un auténtico estado de excepción en la capital catalana, colapsando la vida de varios millones de ciudadanos?
No; no es la hipotética lluita al carrer de unos cuantos cientos de jóvenes lo que les angustia. Lo que temen es la difusión por todo el mundo de las imágenes de un puñado de jefes de Estado y de Gobierno abrumados por el abucheo de una ingente multitud. Quieren evitar que esa multitud tome cuerpo, y para ello han elegido la vía de la intimidación. Porque saben muy bien que la inmensa mayoría de quienes desean manifestarse contra ellos está compuesta por gente pacífica, que ni quiere pegar a nadie ni quiere, desde luego, que nadie le pegue. Su exhibición de fuerza hostil pretende tener un efecto disuasorio de la protesta popular.
Lo quieren todo. Porque, si lo único que deseaban era reunirse al margen del mundanal ruido, les habría bastado con ajustarse a la literalidad de su lenguaje y haber celebrado su cumbre en alguna cima de montaña sólo accesible por helicóptero. O haberse reunido discretamente, sin boato, en cualquier parte. Pero no. Se empeñan en meter su fanfarria en el corazón de las grandes ciudades, todas ellas llenas, por definición, de lo que más les molesta en este mundo: la gente.
Javier Ortiz. El Mundo (16 de marzo de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 28 de marzo de 2018.
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