Contó la prensa española del sábado que la Corte Suprema de Argentina ha dictaminado, en esencia, que los crímenes contra la Humanidad ni prescriben ni pueden ser materia de amnistía o indulto, razón por la que los responsables de la dictadura que los atenazó durante años deberán ir a la cárcel.
Me ha extrañado que ninguna autoridad española haya criticado esa sentencia. Es raro. Porque, de aceptarse que los crímenes de las dictaduras no pueden ser materia de amnistía, nuestros dignatarios deberían repudiar lo que ellos mismos –hablo de los cargos, no de las personas, aunque a veces dé lo mismo– hicieron durante nuestra venerada Transición.
¿En qué punto falla mi razonamiento? ¿Quizá es que no he comprendido que el principio universal establecido por la Corte Suprema argentina no es realmente universal, sino tan sólo nacional, o regional, o subcontinental? ¿O será que me he hecho una idea equivocada de lo que significan los conceptos de «dictadura» y «guerra sucia», que habría que aplicar inexorablemente a la barbarie que causó la desaparición de 30.000 personas allí, pero no al exterminio de cientos de miles de personas aquí, perpetrado no en el curso de una confrontación armada, sino cuando las hostilidades supuestamente ya habían cesado?
Hace algunos días escribí un texto citando a varias personas que fueron asesinadas en mi proximidad allá por los setenta. Algunos lectores me han escrito preguntándome quiénes eran los citados y cómo murieron. ¿Cómo lo van a saber, si su recuerdo está enterrado mucho más hondo que sus cuerpos? ¿Quién alienta la memoria de Jesús Mari Ripalda, que fue asesinado por la Policía de Franco a tres calles de mi casa, en San Sebastián, por manifestarse en contra de la pena de muerte? ¿Cuántos guardamos el recuerdo de Miquel Grau, al que un falangista aplastó la cabeza en la Plaza de los Luceros de Alicante porque estaba pegando un cartel en favor del Estatut? Diríjanse a Su Majestad el Rey de España, que acaba de perorar muy solemnemente sobre «asesinatos cobardes». Que él les enseñe a distinguir entre asesinatos valientes y cobardes, y les cuente por qué de unos vale la pena hablar y de los otros –si lo sabrá él– resulta mejor olvidarse.
Me lo plantean cada vez que recuerdo las andanzas de alguna gente que todavía aparece por las tribunas presumiendo de su pasado, tipo Manuel Fraga o Rodolfo Martín Villa: «Pero, hombre, ¿es que tú no perdonas?». Me resulta hasta cómico. Pero, ¿cómo se puede perdonar a alguien que se enorgullece de lo que hizo? ¡Si, tal como están las cosas, se diría que quienes deben pedir perdón son los que lucharon contra ellos!
Las madres de la Plaza de Mayo popularizaron una consigna: «Ni olvido ni perdón». Aquí, la mitad resulta superflua. Habiendo olvido, el perdón está de sobra.
Javier Ortiz. El Mundo (16 de julio de 2007). Hay también un apunte que trata el mismo asunto: El perdón está de más. Subido a "Desde Jamaica" el 26 de junio de 2018.
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