Terminado ya -¡por fin!- mi libro sobre Ibarretxe, atacado por tres flancos -nariz, boca y estómago- por el catarro, la gripe o lo que sea, ayer decidí concederme un día de asueto hogareño casi completo (este Diario excluido, quiero decir). Y lo aproveché para tragarme de una sola tacada las tres partes de El Padrino, de Francis Ford Coppola. O de Mario Puzo y Ford Coppola, si se prefiere. Algo así como nueve horas seguidas de cine excelso, sólo interrumpidas por las visitas al frigorífico y la ingesta de cuatro o cinco gelocatiles.
Entre los muchos defectos que me adornan, hay uno que me sirve a veces de ventaja: tengo una memoria malísima para las novelas y las películas. No importa lo buenas que sean y lo mucho que me gusten. Pasado un cierto tiempo, lo único que recuerdo de ellas es prácticamente eso: que me gustaron. Habré visto El Padrino ya lo menos media docena de veces -salvo la segunda parte, que sólo la habré visto tres o cuatro- y leí la novela hace un par de años, pero es igual: volví a verme la serie entera con todo el placer del que era capaz mi cuerpo dolorido y expectorante.
Aparte de mi déficit memorístico, hay otro factor que también cuenta: nunca leemos ni vemos dos veces la misma obra. Porque la obra puede ser la misma, pero nosotros no. En cada momento de la vida tenemos diferentes necesidades sentimentales y distintos centros de interés. Leemos o vemos lo que nos da la gana.
Ayer hablaba de Heráclito. Digamos que nadie se hunde dos veces en la misma historia.
El Padrino que vi ayer no fue, como en otras ocasiones, una reflexión sobre el Poder, sino el relato de una larga serie de fatalidades. Una nueva versión shakespeariana de La Fuerza del Destino.
Vi a un grupo de hombres y mujeres obligados a actuar en un determinado sentido -en un terrible sentido- por el peso de un ambiente, de unas tradiciones, de unos amores. Me impresionó particularmente el papel de Kate (Diane Keaton), horrorizada por todo lo que ve a su alrededor y, pese a ello, atraída irresistiblemente por la tétrica y tormentosa personalidad de su marido, Michael Corleone (Al Pacino). ¡He conocido a tantas mujeres conscientes de haber unido su vida a un personaje inaceptable, pero incapaces de separarse de él, no ya por ataduras económicas, sino por amor! Qué odioso puede ser el amor.
Y vi el retrato de varias sucesivas decadencias: gente joven y vigorosa que va volviéndose más y más vieja, y mira la vida con cada vez más distancia y más decepción, al margen de sus supuestos éxitos o de su evidente poder.
Ya digo: acabamos encontrando lo que buscamos.
De todos modos, la pregunta que me hice ayer más veces durante el espectáculo de El Padrino fue otra, y totalmente ajena a la obra de Ford Coppola: ¿cómo pueden unas solas narices -las mías, en este caso- producir tal cantidad de mocos en tan poco tiempo?
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (8 de enero de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 21 de febrero de 2017.
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