El año pasado estuvimos cuatro días en la isla de La Palma. Me supo a poco. Me dije: «Un par de días más y habría sido perfecto».
Este año hemos pasado seis días en la isla de El Hierro, que es mucho más pequeña. Hoy por la noche volaremos de regreso a la península.
Sé que me quedaré con ganas de más.
Supongo que, si la visita hubiera durado diez días, también me habrían parecido pocos.
Eso es lo bueno. Tiene que ser así. Hay que detenerse siempre antes de llegar al hartazgo. Si siguiera viviendo en El Hierro hasta que la isla empezara a quedárseme pequeña, hasta que llegara a ponerme de los nervios la baja calidad de la línea telefónica, hasta que no me apeteciera ir a bucear porque tampoco va ir uno todos los días, hasta que no soportara que en media isla se vean mal los dos canales de TVE y se oigan fatal casi todas las emisoras de radio, hasta que el pescado local comenzara a aburrirme, hasta que la falta de infraestructura médico-sanitaria empezara a inquietarme... es decir, hasta que los problemas de vivir en una isla pequeña, alejada y abrupta como El Hierro se me aparecieran en primer plano, entonces es muy posible que me fuera de aquí con viento fresco, buscando las comodidades y las ventajas de los núcleos de población importantes y bien dotados de infraestructuras.
Lo cual me lleva a pensar inmediatamente en el pueblo herreño. Querer esta isla -me digo- no es quedarse encantado con el cambio que supone vivir una semana o quince días en ella; es valorar su realidad como medio habitual para la existencia.
Ayer estuvimos charlando con una pareja ya madura que regenta un chiringo en un pueblecito del norte de la isla. Tienen su pequeño negocio en la parte superior de un acantilado a cuyo pie hay un par de piscinas naturales, a las que se accede por un paseo de piedra serpenteante, bonito pero duro (de subir, sobre todo). En las cercanías de las piscinas, abajo del acantilado, la gente del pueblo se ha construido unas casetas muy curiosas, de ladrillo y cemento, que son como bungalows en los que pasa buena parte de las vacaciones. Preguntamos cómo bajan las vituallas, las pertenencias, los materiales de construcción, etc., y cómo suben las basuras, las maletas y cuanto deban acarrear hasta arriba. «Andando», nos respondieron. «Pero la caminata debe de llevarles más de un cuarto de hora», objetamos. «Sí. Algunos, cuando no pueden con todo de una vez, hacen dos viajes», precisaron. Nos extrañó: «¿Y por qué no ponen una polea?». «Bah, no es para tanto», concluyeron. Tienen otro sentido de la comodidad, de la relación con el medio, del esfuerzo. Tres cuartas partes de la isla son subidas y bajadas.
La Villa de Valverde, la minicapital, tiene de manera casi permanente un techo bajo de nubes, rozando casi los tejados. Se cuenta aquí que, cuando emigran, las gentes de Valverde evocan con permanente nostalgia esas nubes. Jamás lo hubiera imaginado.
Supongo que habrá herreños que estén deseando que vengan por aquí muchos más turistas, que se construyan grandes hoteles y se monten grandes instalaciones de ocio y demás, pero mi impresión es que la gran mayoría de la población de esta isla pobre -porque es pobre- prefiere su actual modo de vida. Con mejoras, claro, pero del estilo.
Lo cual me parece una muy buena opción, aunque yo, echado a perder por los avances de la vida moderna, no creo que me amoldara.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (16 de julio de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de junio de 2017.
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