La clave de las múltiples escaramuzas que tiene abiertas el Gobierno de Aznar en el frente autonómico me la dio hace meses una persona muy próxima al presidente del Gobierno. «A partir de la Transición», me dijo, «España se escoró más y más hacia la disgregación, como reacción al enorme centralismo del franquismo. Eso tuvo ventajas indudables, pero nos llevó al peligro de diluir la idea de España, de disgregar su unidad esencial. Ahora ha llegado el momento de hacer que el péndulo inicie un recorrido en sentido contrario, en búsqueda de un equilibrio razonable».
Todos los incidentes autonómicos a los que venimos asistiendo a lo largo de los últimos meses tienen ese telón de fondo. Aznar está decidido a cortar por lo sano cualquier tendencia que apunte tanto hacia la mayor autonomía de las llamadas «nacionalidades históricas» como hacia la federalización del Estado. Su ideal es que las comunidades autónomas no sean sino un escalón administrativo más; una correa de transmisión de ida y vuelta entre los poderes local y provincial, de un lado, y el poder central, de otro.
Su problema es que esa idea de España se acomoda mal con la España de las Autonomías y con las tendencias que ésta marca. Con la España real, en suma.
Tomemos el asunto de la participación de las comunidades autónomas en las delegaciones del Estado español ante los organismos comunitarios. Aznar y sus disciplinados voceros se han esforzado mucho para tratar de convencer a la opinión pública de que esa no es sino una típica iniciativa «soberanista» del Gobierno vasco. Pero al poco le aparece Manuel Fraga -que, francamente, como separatista no da el tipo- y reclama lo mismo que pedía el Ejecutivo de Ibarretxe: que una representación de la Xunta acuda a Bruselas, dentro de la delegación del Estado español, cuando lo que se vaya a discutir allí afecte de modo particular a la comunidad autónoma que él preside. Y el viernes pasado sale José Bono -que tampoco goza de una enorme fama de soberanista- y declara: «Yo no tengo ningún inconveniente en que el Gobierno de España represente a Castilla-La Mancha ante la UE, pero no veo por qué el Gobierno de España habría de tener inconveniente en que Castilla-La Mancha participe en tal o cual representación española ante Europa». Dudo de que haya un solo presidente de comunidad autónoma que no piense así. Sencillamente, porque es de sentido común.
La lógica a la que conduce el Estado de las Autonomías apunta en ese sentido. Y cuando Fraga, para nuevo disgusto de Aznar, pide que se reforme la Constitución para convertir el Senado en una verdadera cámara de representación territorial, lo cortan en seco. No se dan cuenta de que lo que Fraga pretende es asentar el modelo actual, para evitar una dispersión mayor y descontrolada. Como alternativa, el Gobierno central propone una Ley de Cooperación Autonómica que limitaría el papel de las comunidades autónomas en la conformación de la política general del Estado a su presencia en meras Conferencias sectoriales.
No hace falta ser adivino para vaticinar que esta intentona pendular de Aznar hacia el centralismo va a provocar que aquí salten muchas chispas. Y no sólo porque choque con los nacionalistas. Es que hace chirriar también los goznes de la Constitución.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (12 de febrero de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 3 de marzo de 2017.
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