Es inútil reclamar a González que dimita. No insistan. No puede. Está atrapado.
Empezó dejándose pillar por su propia pinza, ésa en la que se enlazan su soberbia y su ambición. La soberbia le impedía abandonar el Poder por la puerta de atrás cuando las cosas estaban feas. Se decía: «Me iré, pero no así». Y la ambición no le dejaba irse por la puerta grande cuando el temporal amainaba: «Un éxito más, otro sólo, y entonces sí».
González se ha comportado según todas las pautas del jugador enviciado. El ludópata siempre encuentra justificación para seguir ante el tapete verde: si va ganando, porque la ganancia cubre el gasto, y si va perdiendo, porque necesita recuperarse. Al final, continúa hasta que se queda sin un duro.
A él le va a pasar eso mismo: por no dejar la partida cuando ya estaba claro que no iba a ganarla, la abandonará cuando ya no tenga otro remedio, arruinado por entero. Con la excusa de no salir de La Moncloa en mal plan, la dejará en medio de la ignominia.
El ludópata, cuando se queda sin dinero propio, busca el ajeno: se entrampa, da sablazos, lo saca de donde sea. Todo con tal de seguir jugando. En lo cual encuentra un motivo suplementario para jugar: necesita dinero también para salir del lío en el que se ha metido.
Eso es lo que González ha hecho. Y eso es lo que le obliga a seguir. Le aterra que se descubran las trampas a las que ha recurrido a lo largo de sus trece años de mando para perpetuarse en él. Quisiera borrar las huellas para poder irse, pero no lo logra. Es más: se da cuenta de que sus fraudes están cada vez más cerca de la superficie. Lo cual le fuerza a seguir. Necesita imperiosamente contar con todos los privilegios del Poder para tapar pruebas, comprar testigos, callar bocas.
No es por dármelas de agorero, pero para mí que esto puede acabar muy mal. Los ingredientes de la situación son explosivos. De un lado, un personaje que siempre ha soñado con una retirada gloriosa, como la de De Gaulle a Colombey, o al menos como la de Suárez: una retirada de ésas que nunca lo son del todo y que envuelven al ausente en un halo mítico. Del otro lado, un cerco -no solamente político: también penal- que se estrecha en torno a su persona. Ve que puede acabar como dos de sus mejores amigos, Craxi y Carlos Andrés Pérez, y la simple idea le enloquece. No puede soportar que tamaña injusticia se haga realidad. Él, el democratizador, el modernizador, el europeizador de España, ¿cómo va a resignarse a ser arrastrado por el lodo, inscrito en la lista negra de la Historia, tratado como un impostor? No, no puede aceptar tal cosa. Y no la va a aceptar.
¿Hasta dónde será capaz de ir? ¿Hasta qué extremos será capaz de llevarnos para evitarlo? He tratado de imaginarlo poniéndome en su lugar. «¿Qué haría yo si...».
Pero no puedo. Me pregunto si tiene límites. Y no sé qué contestar.
Me da miedo.
Javier Ortiz. El Mundo (11 de enero de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de enero de 2012.
Comentar