A diferencia de muchos de mi generación, nunca sentí gran simpatía por Fidel. Crítico hacia el comunismo con sede en Moscú, desaprobé ya en los años 60 el alineamiento pro-soviético del comandante, causa última de sus actuales agobios. No lo digo para tratar de demostrar lo listo que era entonces -no lo era: desconfié de los de Moscú, pero me fié de muchos otros sinvergüenzas-, sino para dejar sentado de antemano que no figuro en la nómina de ésos que ahora se dedican a vomitar sapos y culebras contra Fidel para que los jefes del Nuevo Orden Internacional les perdonen su pasado de devotos castristas militantes.
Fidel, ya digo, no me gustaba mucho hace treinta años, y me gusta aún menos ahora. Pero tampoco me parece que acabar con su régimen sea una prioridad acuciante de la causa democrática internacional. El pueblo cubano no tiene libertad y pasa por mil aprietos materiales, cierto, pero el mundo está plagado de países cuyos dictadores masacran a sus ciudadanos, no dejándoles más elección que morir de hambre o a manos de las mil y un variedades de Escuadrones de la Muerte que pululan por el planeta. ¿Por qué no empezar por esos casos extremos?
Hasta hace poco, he sido firme partidario del derrocamiento de todas las dictaduras, sin excepción. Lo visto en estos últimos años me ha vuelto mucho más prudente. Me ha enseñado cuán amplias son las posibilidades de que el fin de una dictadura no sirva sino para que tome asiento otra dictadura todavía peor. En el caso de Cuba, ¿tiene alguien la plena seguridad de que, si se hunde el castrismo, la isla no se convertirá en otro cenagal de los muchos que ya hay en el Caribe y Centroamérica, y que no acabará padeciendo casi todos los males políticos del régimen actual sin contar con ninguna de sus ventajas sociales? Yo, desde luego, no. Y, francamente, está lejos de disipar mis temores el hecho de que sea esa turbia amalgama anticastrista de Miami la que cuente con más posibilidades de sustituir a Castro.
Como Casandra ante el gran caballo de madera que los griegos dejaron en su retirada, yo también, cada vez que Washington apadrina una causa noble en América Latina, desconfío. ¿Cómo no hacerlo, a la vista del historial continental del Tío Sam en las dos últimas centurias? James Monroe proclamó en 1823: «América para los americanos». Y pronto quedó claro qué quería decir: América (o sea, el continente entero) para los americanos (es decir, los estadounidenses). De entonces para aquí, la Casa Blanca ha rodeado de mimo a toda suerte de dictadores, y hasta les ha hecho el trabajo sucio cuando ellos no se las arreglaban por sí solos, según el criterio que con tanta precisión formuló Ike Eisenhower al referirse a uno de los muchos carniceros que sostenía en Latinoamérica: «Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».
Es muy de temer que la inquina de Washington hacia Fidel se deba tan solo a eso. Que le dé igual que sea o deje de ser un hijo de puta. Que lo que le resulte intolerable es que no sea su hijo de puta.
Javier Ortiz. El Mundo (13 de agosto de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de agosto de 2011.
Comentar