Ayer me tocó ir al dentista.
No me atrevería a decir que fue una experiencia gratificante.
En realidad, nada de lo que ocurrió a lo largo del día me resultó gratificante.
Por lo menos desde que salí de casa.
Empecé por ir al Banco a pagar mi cuota de autónomo a la Seguridad Social. 728.70 €, ni más ni menos.
Había una cola del carajo, así que lo dejé para luego.
Entonces fui a Correos para enviar a mi amigo Moncho unas cintas de vídeo con conciertos de Jacques Brel, porque quiere organizar en la noche del jueves, en su bar de copas de Santander -El Rubicón, oigan, a su servicio, con derecho a bandera republicana y buena música-, un homenaje al belga genial, coincidiendo con el 25º aniversario de su muerte.
Según estoy en la larga cola de Correos, descubro que me he olvidado de poner en la dirección del paquete de los vídeos el número del portal de la casa de Moncho. Y no me lo sé de memoria. Así que abandono la cola y lo dejo para más tarde.
Voy al dentista. Me toca esperar, por supuesto. Cuando me atienden, me hacen un montón de cosas raras dentro de la boca, a resulta de las cuales el paladar se me duerme. Me dicen que me han matado el nervio de una muela y que me han dejado otra en remojo, como quien dice, a ver por dónde respìra en los próximos días. Al poco de abandonar el local dentario, descubro que una pasta que me habían puesto para tapar la caries de la muela más dañada se desvanece a la misma velocidad con la que llegó, dejándome a su marcha un sabor espantoso en la boca. Casi como una novia que tuve hace años.
Llamo por teléfono a la clínica dental para preguntar por todo ello y me comunican que es normal. Estupendo. Sigo teniendo el mismo agujero en la muela, más un sabor que me revuelve las tripas. Pero, como es normal, no debo preocuparme.
Acudo presto a la oficina de Correos más próxima. Ya he conseguido enterarme del número del portal de Moncho. Y la cola no va mal: apenas tardo media hora en hacer el envío.
Logrado lo cual, recorro cuatro sucursales de Caja Madrid y por fin encuentro una en la que únicamente hay seis personas haciendo cola. ¡Albricias! En sólo 20 minutos consigo que me acepten el dinero.
Pero es ya la 1:15. Tarde para ir a la presentación del libro de Carmen Castillo en el Círculo de Bellas Artes.
Aprovecho que me queda un rato antes de comer para acercarme a una tienda en la que había visto hace tiempo que tenían unos adhesivos industriales estupendos. Quería comprar un bote para un trabajo que tengo pendiente en Aigües. La tienda está cerrada, por supuesto. Un letrero anuncia: «Nos hemos trasladado al número Tal de la calle Tal del barrio de Hortaleza. Allí le atenderemos muy gustosos». Vale.
Voy a casa y me preparo un condumio apresurado. Tampoco tengo la boca como para bromas. El producto ése que me han puesto para matar el nervio mata el nervio y todo lo que pilla a su paso (sabores, sobre todo).
Respondo a varias llamadas. En ETB quieren que participe el jueves en un debate sobre La pelota vasca. Les digo que, como no conecten conmigo desde sus estudios en Aigües, van dados.
Para ese momento, la comida, mezclada con el veneno dental, ha producido en mi estómago efectos definitivos: no sé por qué canal deshacerme de ella. (Recuerdo al chistoso de Cervantes en El Quijote: «... Y se iba por entrambos canales».)
Hago como que no me doy por enterado del mal estado de mi estómago y me pongo a trabajar. Escribo la columna del miércoles para El Mundo, de modo que hoy pueda emprender viaje -porque salgo de viaje, faltaría más- sin tener que preocuparme de ese asunto. Para cuando acabo, estoy que me caigo. Le comunico a Charo que no me encuentro en condiciones de ir a ver el documental de Carmen Castillo La flaca Alejandra. Le pido que le dé recuerdos de mi parte (estoy que rabio, porque tenía ganas de saludar a Carmen, a la que conocimos gracias a José Saramago y Pilar del Río y con la que tuvimos una muy gratificante cena conjunta hace año y medio).
Estoy derrotado casi del todo, pero la realidad siempre se encarga de avivarme el seso, que diría don Jorge Manrique. Veo en la tele que en la Liga de fútbol inglesa han impuesto una norma por la cual, si los defensores protestan mucho la sanción de una falta, el árbitro puede castigar sus malos modos decidiendo que la falta se saque desde el borde mismo del área. «¿Y por qué?», me pregunto de inmediato, indignado. «¿De dónde se sacan que el borde del área es un buen lugar para tirar una falta? ¿Por qué no permiten al equipo al que se supone que tratan de beneficiar que escoja él mismo el lugar del disparo, siempre que sea fuera del área?».
Y así.
He llegado a una conclusión: la fuerza que me mantiene en pie y activo, día tras día, me la proporciona el cabreo perpetuo y sistemático que tengo contra casi todo y contra casi todos.
Digámoslo así: debería estar contento con lo descontento que estoy.
O sea, que si me encontrara a gusto en la vida, probablemente se me irían las ganas de vivir.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (30 de septiembre de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de octubre de 2017.
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