Los tomates ya no saben a tomate. La mayoría tienen desde hace años un gusto indefinible, que deambula entre el ketchup, el plástico y la nada. Me cuentan que en California, gracias a la manipulación genética, han conseguido crear un género de tomates que no son redondos, sino cuadrados. Gracias a ese invento, desperdician menos espacio al embalarlos. Me lo creo.
Tampoco los melocotones saben ya a melocotón. Los ve uno en el puesto del mercado, aterciopelados, inmaculados, rutilantes, se los lleva para casa y, cuando les hinca el diente, ñaca: un asco. Estoy seguro de que los fabricantes de zumos de melocotón no les añaden extractos químicos para hacer trampa, sino para que el líquido tenga sabor a melocotón, cosa que no consiguen con los melocotones.
Y así con todo. Hoy en día es imposible freir un filete: la carne despide tanta agua cuando se la deposita en la sartén que se pone a hervir espontáneamente. En Gran Bretaña tienen «vacas locas»; las nuestras se ve que están ahogadas.
Y qué decir del vino. Hace años me contaron que, sintiéndose en las puertas de la muerte, un fabricante de vinos -de vinos de prestigio, con su denominación de origen y todo- llamó a sus vástagos para darles cuenta de su última voluntad: «Hijos míos -les dijo en plan solemne-: no olvidéis nunca que el vino también se puede hacer con uva».
No dudo de que todos esos comestibles y bebestibles estén sanísimos. Doy por hecho que la leche de ahora es la mar de buena desde el punto de vista sanitario. De lo que me quejo es de que no sabe a leche. Tal vez incluso fuera correcto afirmar que ya ni siquiera es leche, leche-leche, en sentido estricto: los elementos que las empresas lácteas quitan y/o añaden crean otra sustancia que, por lo menos de sabor, es cualitativamente diferente.
Tal los tomates, los melocotones, los filetes de vaca, el vino y la leche, tal la izquierda. Ya no es lo que era. Antes, se movilizaba y, lo que es más importante, movilizaba. Se oponía a lo existente. Mostraba que la realidad podía pensarse de otro modo, radicalmente diferente: sin dioses, reyes ni tribunos. Ahora, la mayoría de lo que se presenta como izquierda está tan preocupada en lograr que el déficit público y la inflación se atengan a los criterios de convergencia de Maastricht que ya no tiene tiempo para imaginar que todo podría ser distinto, o que al menos merecería serlo, y que si no se puede da igual: vale la pena perecer en el intento.
Me llaman para pedirme que me sume a un intento de apadrinar el surgimiento de una izquierda «que supere de una vez prepotencias y ayatolismos». «La izquierda del siglo XXI», me dicen. Pero cómo voy a apuntarme a semejante cosa. ¡El siglo XXI! Me asusta la marcha de la Historia. Siento horror del siglo XXI y de sus propagandistas. En la izquierda del siglo XXI no habrá ni izquierda ni derecha: todos seremos simplemente modernos.
La izquierda ya sólo tiene un futuro: está en el pasado.
Javier Ortiz. El Mundo (15 de junio de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 18 de junio de 2012.
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