-¿A ti te gusta el fútbol, verdad? -me pregunta mi buen amigo Gervasio Guzmán.
-¿El fútbol, dices? ¿Así, en general? No. Me gusta sólo el buen fútbol -le contesto.
-¡Pues bien que te tragas partidos por la tele los fines de semana...! -me objeta.
-Es que hasta que no los veo no sé si van a ser buenos o no -le explico.
No es verdad que vea muchos partidos. Me pongo delante de la pantalla del televisor pero, a nada que el partido demuestra ser un petardo, me dedico a leer, y levanto la vista sólo cuando escucho griterío, para comprobar qué ha pasado, no vaya a ser que tenga alguna gracia. Tampoco es infrecuente que me quede dormido.
Por eso no acudo a los campos de fútbol. Si te plantas allí -y más si vas acompañado-, ya estás (casi) obligado a tragarte lo que te echen. Aparte de que ¿a qué estadio iba a acudir yo, viviendo en Madrid?
Melchor Miralles, fanático madridista, me dijo en cierta ocasión que un verdadero aficionado sólo disfruta realmente del fútbol en el campo. Lo cual confirma que no soy un aficionado de verdad, porque yo prefiero estar sentado en el sofá de mi casa, en semioscuridad, con el aire acondicionado trabajando a tope, una copa sobre la mesa y nadie que pegue gritos por las cercanías. Y con la alternativa de la lectura siempre disponible.
Los verdaderos aficionados -se lo he oído decir a Javier Clemente- nunca se aburren en un partido de fútbol. Ellos siempre encuentran cosas de interés, incluso en el peor encuentro. Es posible que eso explique por qué Clemente me disgusta tan profundamente como entrenador. Él, como se divierte con cualquier cosa, propicia cualquier cosa. Y a mí no me vale con cualquier cosa. (Parece que al Tenerife tampoco.)
He escrito que me gusta sólo el buen fútbol. Así dicho, se me podría tomar por un fino esteticista. Nada de eso. Para que un partido de fútbol me guste, no sólo tiene que ser bueno: además debe implicarme. Un encuentro entre el River Plate y el Rácing de Avellaneda podrá ser todo lo excelso que le dé la gana pero, como ninguno de los dos equipos me despierta particular interés, no disfruto ni poco ni mucho contemplándolo. Tengo que estar a favor de uno y contra otro.
Haré otra confesión impúdica: cuando empiezo a ver un partido, concedo plena libertad a mis vísceras para que ellas decidan a favor de quién estamos.
Mis vísceras son muy suyas. Están invariablemente en contra del Real Madrid (se ve que tienen un ramalazo edípico: mi padre era ferozmente madridista). Secundariamente, se inclinan del lado de la Real Sociedad, por el aquel de los orígenes. Y, por esa misma razón, sienten viva antipatía por el Athlétic de Bilbao (a no ser que juegue contra el Real Madrid, claro). Como llevan más de una década dorándose al solecillo de Aigües, mis vísceras se me han vuelto también valencianistas.
Fuera de eso, suelen ponerse del lado del equipo más pobre y tercermundista o, en caso de igualdad de medios, por el costero, en el supuesto de que alguno lo sea (al infierno si lo entiendo: ya les he dicho que son mis vísceras las que mandan en esto).
Con todos estos datos sobre la mesa, se comprenderá que el pasado sábado fuera para mí un día de gozo sublime.
Me acomodé en el salón para ver el partido Valencia-Espanyol y dejé encendido el televisor de la cocina conectado con el encuentro entre la Real Sociedad y el Real Madrid. Por razones de partidismo debería haber sido al revés, pero mis vísceras apostaron por el campo en el que suponían que el buen fútbol estaba asegurado.
Acertaron de pleno. Vi en el salón un partido glorioso por todos los conceptos, salpicado por embelesadoras visitas a la cocina.
Imagino que, si sumamos la gente a la que le importa un bledo el fútbol con aquella que no comparte ni poco ni mucho mis preferencias futboleras, este apunte de mi diario le habrá parecido una perfecta caca a la mayoría de mis lectores (y lectoras, sobre todo).
Les pido excusas: lo han escrito mis vísceras.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (29 de abril de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 23 de abril de 2017.
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