Quienes siguen este Diario desde sus orígenes, ya hace casi dos años, saben de sobra que me gusta el fútbol. Saben también que me repele el forofismo, incluso cuando se trata del equipo de mi ciudad, la Real Sociedad de San Sebastián. Ser seguidor de la Real Sociedad constituye, de hecho, un buen antídoto contra el forofismo. Salvando la circunstancia excepcional y verdaderamente exótica que se produjo a comienzos de los ochenta, cuando ese equipo ganó dos Ligas, por lo general su juego es prácticamente incompatible con cualquier exaltación del ánimo.
En materia de selecciones nacionales, resulta bastante corriente por mi tierra apuntarse a la anti-España. Hay mucha gente que ve los partidos internacionales en los que participa la selección española con la muy declarada esperanza de que pierdan los españoles, incluso aunque entre ellos figuren algunos jugadores vascos. No es mi caso. Ese fervor antiespañol me parece una forma de tener a España permanentemente en el corazón, como punto de referencia fijo y obsesivo. Yo veo los partidos y, si los españoles juegan mejor, me parece bien que ganen, y si juegan peor, no tengo mayor inconveniente en que pierdan. Además, nunca olvido que ésa no es «la selección de España», sino la selección de la Federación Española de Fútbol, o sea, un grupo que, mitologías y transferencias sentimentales más o menos psicopatológicas al margen, representa tan sólo a una entidad deportiva privada. Del mismo modo que critico que a los espectáculos taurinos se les llame «la fiesta nacional», cuando la proporción de españoles y españolas que no muestran interés alguno por la tauromaquia es apabullante, rechazo que a esos chicos vestidos con camiseta roja se les llame «España». Hay millones de españoles -y no digamos de españolas- a los que el fútbol ni les va ni les viene. Representan sólo a una parte de los españoles. Una parte todo lo exhibicionista que se quiera, pero parte.
Algunos de mis amigos argumentan que prefieren que pierda la selección española de fútbol porque, cuando gana, se produce una explosión verdaderamente inaguantable de ruidosa bobería patriotera. Y es cierto. Pero las derrotas de los españoles no acaban con la patriotería. Se limitan a desplazarla al país del que procede la selección ganadora. Un internacionalista sincero no quiere para los demás lo que no quiere para sí. ¿Qué satisfacción puedo obtener yo con el hecho de que, en vez de montarse el jolgorio nacionalista en España, se monte en Irlanda, en Italia o en el Camerún? Desde ese punto de vista, la única solución sería que vencieran siempre los EEUU, donde el fútbol -el soccer, que dicen por allí- no es un deporte de masas. Pero los EEUU ya ganan a demasiados deportes, incluido el juego de la guerra, como para desear su victoria también en éste.
Seré sincero: a mí, hasta ahora, este Campeonato Mundial de Fútbol me está gustando. Casi todos los partidos se han venido retransmitiendo por un canal privado y se han jugado en sesiones matinales, con lo que la actividad cultural apenas se ha resentido. Recuerdo anteriores ediciones: llegaba uno a las 8 de la tarde a dar una conferencia y se encontraba con un público de quince personas. Y, en medio de la charla, oía un estruendoso «¡Gooooooooooooool!» procedente de la cafetería de enfrente. Resultaba deprimente.
Esta vez no ha habido nada de eso. Está bien.
Vamos, que no me quejo.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (17 de junio de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 30 de abril de 2017.
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