Mucha gente muestra una curiosa propensión a servirse a modo de insulto de términos que, en principio, tienen un significado totalmente ajeno a los presuntos defectos del objeto de sus iras. «¡Ese tío es un cafre!», clama el uno. En rigor, el gentilicio «cafre» alude a los integrantes de un pueblo que habita en el sureste de África y que, por lo que tengo entendido, no es ni más ni menos cruel que cualquier otro. El DRAE dice que, en sentido figurado, «cafre» es sinónimo de «bárbaro». Bárbaro, del latín barbarus: o sea, extranjero. Otra palabra que ha degenerado, me temo que por razones de flagrante xenofobia.
Ahora la moda es tildar expeditivamente de «fascista» o de «nazi» a cuantos no respetan las libertades o los derechos de los demás. En las más diversas direcciones. Los maridos que maltratan a sus mujeres son fascistas. Milosevic es fascista. Fidel Castro es fascista. Stalin fue fascista. ETA es la quintaesencia del nazi fascismo.
No prestaría mayor atención a ese manejo multiusos del adjetivo si quienes echan mano de él aceptaran que no les mueve otro deseo que el de insultar. Pero es que los hay que pretenden que no; que ellos emplean el término con perfecta exactitud científica.
Y de eso nada.
El fascismo -incluido, a estos efectos, el nazismo- fue un movimiento político social que surgió en la Europa de los años 20/30 como reacción a los avances del comunismo. Su base social fueron las clases medias, y su fuerza de choque, el lumpemproletariado. La esencia misma del fascismo, entonces y después, ha sido siempre su carácter de respuesta autoritaria frente al peligro de revolución social. La debilidad inicial que mostraron las potencias occidentales ante el nazi fascismo, de la que tanto y tan extemporáneamente se habla ahora, encuentra su explicación histórica en la comunidad de objetivos anticomunistas que esas potencias compartían con la gentuza como Hitler, Mussolini... y Franco. Les dieron cuerda mientras pensaron que les estaban haciendo el trabajo sucio. (En el caso de Franco, dicho sea de paso, hasta su muerte).
Un par de precisiones necesarias. Primera: que alguien o algo no pueda ser considerado fascista no le quita ni le pone un dedo de bondad. La gama de posibilidades de la injusticia, la cueldad y el despotismo humanos fue amplísima ya antes de la aparición del fascismo. Y lo ha seguido siendo después. Ni la Inquisición ni la bomba de Hiroshima fueron fascistas, pero no veas qué asco.
Otrosí: resulta curioso ver con qué liberalidad apela ahora al antifascismo alguna gente que cuando tuvo el genuino fascismo delante de las narices no movió ni un puñetero dedo.
En contra, quiero decir.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social y El Mundo (7 de febrero de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de febrero de 2013.
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