Hace furor la nueva campaña oficial de publicidad contra el consumo de alevines. He visto dos spots televisivos: en el primero, es un camarero el que anuncia que va a servir «pescaíto chiquitín chiquitín»; en el otro, es un cliente el que lo pide. En ambos, el desdichado se lleva un castañazo de pez gordo, mientras una voz en off vaticina: «El día menos pensado, el mar te devolverá el golpe».
La campaña me cabrea por partida doble: por lo que significa en sí misma y por lo que tiene de representativa.
Por ella misma, para empezar: si el Estado español considera que es una barbaridad consumir inmaduros -que lo es-, lo que debería hacer es cursar las órdenes pertinentes para que sus servidores inspeccionen las redes usadas por las flotas pesqueras y vigilen los desembarcos de las capturas, las subastas en las lonjas y las ventas en los mercados centrales. Si se interrumpe en origen la actividad extractora y distribuidora de alevines, será prácticamente imposible que lleguen a los bares y a las pescaderías minoristas, con lo que los camareros no podrán ofrecerlos, ni sus clientes pedirlos. Y si los armadores de pesca comprueban que no hay manera de venderlos, y que además les caen unas multas de órdago por intentarlo, esta actividad marchará rápidamente hacia su extinción.
¿Por qué las autoridades no concentran su esfuerzo laboral y monetario en impedir que exista ese mercado -un objetivo ciertamente alcanzable-, en vez de dispersarlo en costosas campañas repetidas año tras año con idéntico resultado? Lo ignoro, pero a la vista de la orientación de su propaganda, tal se diría que lo hacen para lavarse las manos y transferir la culpa a la población, en general. Invierten la cadena de la responsabilidad: si el público no comprara inmaduros y los bares y restaurantes no los ofrecieran, nadie los pescaría. Y ya está.
Este no es un caso aislado de dejación de responsabilidades del Estado. Por el contrario, supone casi un prototipo. El mecanismo es siempre el mismo: la autoridad competente -lo de competente es un decir- se abstiene de intervenir donde y cuando debería hacerlo, deja que tal o cual fenómeno nocivo se desarrolle... y luego atribuye la culpa a los ciudadanos, o les dice que, si no quieren soportarlo, se encarguen ellos de arreglarlo.
Hace años, Enrique Múgica marcó la pauta, asegurando que si Correos tenía problemas para el reparto de la correspondencia era porque los españoles escribían demasiadas cartas.
De entonces a ahora, han aplicado esa misma presunta lógica a los más diversos problemas: a los inmigrantes contratados al margen de la Ley, a la inseguridad ciudadana, a los accidentes de tráfico, al mercadeo de droga, al botellón... El Estado promulga sin parar leyes y reglamentos que él mismo califica de estupendos, pero no pone los medios necesarios para que se cumplan. En consecuencia, no se cumplen.
¿La culpa? O del camarero o del cliente. A elegir.
Javier Ortiz. El Mundo (21 de agosto de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 31 de marzo de 2018.
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