Es famosa la réplica que dio Guillermo Hegel a cierto colega que le señaló que estaba defendiendo una tesis que no coincidía con los últimos descubrimientos científicos: «Pues, si los hechos me contradicen, peor para los hechos», se cuenta que dijo.
No afirmaría yo que el presidente del Gobierno español y sus más próximos se caractericen por sus inclinaciones hegelianas, pero con enojosa frecuencia tienden a comportarse ante los hechos con la misma orgullosa tozudez. Cuando lo que ocurre no encaja en sus previsiones -no digamos ya si las contraría-, reaccionan como si la culpa no fuera suya, sino de los hechos. Y pasa el tiempo hasta que se avienen a admitir que la realidad es todavía más terca que ellos. A veces incluso se instalan en sus trece y no se mueven: ni se sabe ya cuantas estaciones llevamos oyendo decir que la inflación está desatada por factores estacionales.
La manifestación de Barcelona de la pasada semana les pilló con el pie cambiado. Creyeron que acudían a otro acto más de los muchos en los que su encastillamiento es acogido con vítores y se encontraron con casi un millón de personas que respaldaban mayoritariamente a quienes, solidarizándose con los postulados políticos del asesinado Ernest Lluch, les exigían menos altivez y más diálogo.
Inicialmente respondieron en su línea más que conocida, diciendo que, si no dialogan, es porque no hay nada que dialogar con nadie. No hay nada que dialogar con el PNV, al que las próximas elecciones autonómicas se encargarán de arrinconar de una puñetera vez -eso creen-, y tampoco hay nada que dialogar con el PSOE, que lo único que tiene que hacer es decir amén y dejarse de pretender protagonismos, como muy bien les había dicho Rajoy unos días antes en un rapto de fervor unitario.
Pero hete aquí que pasan las horas y las voces que reclaman diálogo no sólo no decrecen, sino que aumentan. Todo apunta a que está tomando cuerpo una nueva tendencia, no de momento en la mayoría de la opinión pública, pero sí en sectores influyentes de ella, que se muestran críticos no sólo con la falta de resultados de la política del Gobierno, sino sobre todo con su aire sospechosamente electoralista y, aún más, con su total carencia de perspectivas.
Es frente a esta tendencia contra la que ha reaccionado el Gobierno con su propuesta de diálogo de siete puntos al PSOE.
Pero vaya reacción. Examínense los siete puntos. Se comprobará que cinco se limitan a enunciar obviedades -son de puro relleno- y que los dos únicos que tienen contenido son de broma: uno es para exigir a los socialistas que no aireen sus discrepancias con el Ejecutivo y el otro para reclamar su apoyo a la candidatura de Mayor Oreja a lehendakari.
Si ése es todo el diálogo que está dispuesto a emprender el Gobierno, es poco probable que consiga acallar las críticas. Lo suyo es un puro diálogo trampa.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (28 de noviembre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 11 de mayo de 2017.
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