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2002/04/06 06:00:00 GMT+2

El cine

Anoche fui al cine.

Ya me hago cargo de que ir al cine no es un gran acontecimiento para casi nadie. Pero para mí sí, porque es una actividad que realizo tan de tanto en tanto que lo de las Pascuas y los Ramos no me vale para nada como unidad de medida.

No había acudido a una sala de cine desde hace más de dos años.

Veo bastantes películas, sí, pero por televisión. Cuento con un aparato receptor de pantalla bastante hermosa, conecto la salida de sonido a mi potente equipo de música -cosa que no creo que aprecien demasiado mis vecinos- y me veo lo que me apetece. No tengo a mi disposición tanta variedad como quisiera, pero me las arreglo, gracias a los beneficios de las antenas parabólicas y a una videoteca relativamente aceptable.

Mi gusto por el cine en televisión horroriza a la mayoría de mis amistades cinéfilas. «¡No compares!», dicen mirándome por encima del hombro (lo que les es relativamente fácil, dada mi escasa estatura).

¿Que no compare? ¿Y por qué no habría de comparar? ¡Claro que comparo!

Ver cine por televisión tiene ventajas difícilmente discutibles: la comodidad del asiento; la posibilidad de fumar, beber y picotear durante la proyección; la elección del volumen de audición; la versatilidad del horario; la selecta compañía... y, sobre todo, la nula obligación que uno tiene de tragarse la película entera en el muy probable caso de que no le interese.

Frente a todas esas ventajas, presenta un inconveniente indudable: el tamaño de la pantalla. Sin duda. Y otro, aunque éste salvable: que el teléfono se ponga a sonar justo en el momento más emocionante del filme.

Tampoco es para tanto.

Decía que ayer fui al cine.

Llovía a mares. Hubimos de presentarnos hora y media antes del comienzo de la sesión para asegurarnos de que encontrábamos entradas. Había, pero laterales. Las compramos. Qué remedio.

Fuimos con una pareja de amigos. Una vez con las entradas en la mano, nos pusimos a buscar un sitio donde cenar algo. Los bares y restaurantes que encontramos cerca se dividían en dos categorías: los que estaban bien, pero llenos a rebosar, y los que daban grima. Cenamos un par de raciones y nos dimos por contentos con que no nos envenenaran, por lo menos de manera fulminante.

Cuando llegamos al cine, comprobamos que la sala estaba a rebosar. Hacía un calor que te morías. El sonido estaba puesto a un volumen que sólo podía haber sido fijado por la Asociación para la Salvación Ubicua de los Sordos Totales y demás Audífobos (ASUSTA). Nos obligaron a soportar un atronador anuncio de Mahou.

Luego vino lo peor de todo: la película. No diré cuál era, para no verme obligado a continuar con el público lector de estas líneas la discusión que tuve a la salida con mis acompañantes, a los que el bodrio les gustó. Me limitaré a decir que, de haber podido salir de la sala sin obligar a la gente a levantarse para dejarme paso -y de haber tenido adónde ir, solo y a esas horas-, no habría aguantado aquello ni veinte minutos. Soñaba acordándome de las películas en las que el guionista controla qué asuntos ha planteado y qué personajes ha metido en danza, y de los directores -sé que existen- que tienen conciencia de que hay una cosa que se llama unidad de estilo. Una pregunta me obsesionó durante toda la proyección, hasta la aparición de los títulos de crédito: «¿Por qué?».

Cuando salimos del cine, me limité a hacer una sucinta relación del cúmulo de incoherencias y muestras de desidia narrativa que encerraba lo que acabábamos de ver. No tuve el menor éxito: a mis acompañantes les había gustado la cosa y no estaban dispuestos a dejarse conmover. Me dejaron perplejo: se habían enternecido con una historia sin sentido, hecha por un tío al que no conocían de nada, y, en cambio, se mostraban totalmente insensibles ante mi tragedia personal. Toma amigos.

Seguía lloviendo a placer. Me dolía la espalda por culpa de la postura forzada en que había estado durante casi dos horas. Dedicamos media más a saltar sobre charcos como lagos a la búsqueda de un sitio abierto en el que nos dieran una maldita copa. Al final, encontramos uno en el que había una mesa libre. En la de al lado, cuatro pijos disertaban a grandes voces sobre los males del nacionalismo gallego.

Llegamos a casa a las 3 de la mañana.

Según me quitaba la gabardina empapada, atisbé el televisor al fondo del salón.

Lo miré con auténtica nostalgia.

Pobrecillo. Yo, por supuesto.

Javier Ortiz. Diario de un resentido social (6 de abril de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 19 de abril de 2017.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2002/04/06 06:00:00 GMT+2
Etiquetas: 2002 diario | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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