Las expectativas de voto del PSOE bajan, sondeo tras sondeo, pero las del PP no mejoran en consonancia. Según me dicen, eso se debe a que el PP no cuenta con un líder carismático.
El carisma, si recuerdan ustedes, es la gracia (del griego charisma: gracia) que el Espíritu Santo concedió a los apóstoles -eso dicen los Evangelios; yo no me comprometo a nada- para que hablaran un montón de lenguas e hicieran milagros. Por extensión, el término pasó a aplicarse luego a aquellas personas cuyas dotes maravillosas despiertan la admiración general.
Vistas así las cosas, parece de rigor reconocer que José María Aznar no resulta especialmente carismático. Anteayer le escuchaba hablar sobre González: «Gasta mucho y no hace nada». Vaya empanada: si gasta mucho, ya hace algo. Cuando habla en público, Aznar se arma unos tacos de mucho cuidado; tiene un tonillo horrible; si levanta la voz, da ganas de buscarle el potenciómetro de agudos y, cuando se enfada, no impresiona lo más mínimo a nadie.
Bueno, ¿y qué? Hablar y gobernar son asuntos muy diversos. No niego que Aznar sea capaz de fallar por igual en ambos terrenos. Incluso cabe que como gobernante resultara aún peor que como orador. Lo que me choca es que se explique la lentitud del avance del PP no porque su programa político resulte poco atractivo, o increíble, sino porque su líder no habla bien y luce un bigote demodé.
«El carisma tiene también que ver con el carácter -me explican-. Aznar no parece un hombre enérgico». Pues tanto mejor para el PP. No sé qué gana un partido por contar con un líder enérgico. Si no es enérgico, facilitará que la dirección tenga un carácter más colegiado, será más proclive a reconocer sus errores y, cuando haya de dejar el puesto, resultará más fácil buscarle sustituto. Decididamente, cuanto más me explican la versión moderna del carisma, menos me gusta.
Con el PSOE ocurre lo mismo, pero al revés. Según las encuestas, la popularidad de González es bastante superior a la de su Gobierno. Lo cual demuestra que hay quien se las arregla para considerar la labor del presidente al margen de la del Gobierno. Misterioso distingo. ¿Será que, como decían de Franco algunos, «él es bueno, pero sus ministros no»? ¿O será, más sencillamente, que esos encuestados son tontos de remate?
«Es que Felipe tiene mucho carisma», me aclaran. Pues qué bien. Ya me explicarán qué tiene de maravilloso un hombre que, cuando habla, la mitad de las veces no dice nada y la otra mitad miente. «Da la sensación de controlar mejor la situación y despierta más simpatía», insisten. ¿La sensación? Al fin entiendo lo que me quieren decir: que González engaña a la gente con más habilidad que Aznar.
Déjense, pues, de gracias y dones extraordinarios. Ahora, cuando se habla de un hombre «con carisma», hay que entender que se trata de un grandísimo estafador.
Javier Ortiz. El Mundo (19 de agosto de 1992). Subido a "Desde Jamaica" el 23 de diciembre de 2012.
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