No tengo la menor idea de los cambios copernicanos que haya podido sufrir la mente de Josep Borrell Fontelles desde que abandonó el Ministerio de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente. Aseguran quienes han hablado en los últimos tiempos con él que parece otro. Dicen que está hecho todo un social-demócrata de izquierdas; que no queda en él ni rastro del político marrullero que jaleó la política económica de los Boyer y Solchaga y que negó la responsabilidad de González en la corrupción («Jesucristo nombró doce apóstoles y dos le salieron rana», bromeaba, como si la cosa fuera de chiste).
No diré yo que su transformación sea un montaje, aunque tiendo a atribuir más sinceridad a quienes, cuando cambian, lo admiten, y muestran al menos un cierto pesar por haber errado. Pero tal vez no se autocritique por pudor; para no atribuirse demasiada importancia.
De todos modos, me da que los muchos que en estos días están mostrando su franca simpatía por Josep Borrell, tanto dentro del PSOE como -sobre todo- fuera de él, no tienen ningún deseo de someterlo a examen. No solo están dispuestos a creer a pie juntillas en la pulcritud de su muda política e ideológica, sino que incluso le confieren atributos que ni siquiera el propio Borrell reclama. Él dice: «Felipe es mi luz y mi guía», y sus promotores, como si nada: «Está obligado a hablar así, el pobre; pero, en realidad, quiere romper con el felipismo».
Cabría muy bien tomarse esta súbita explosión de borrellismo a chirigota. Porque, francamente, el personaje no da para tanto. Pero la cosa tiene también su vertiente seria o, por lo menos, analizable.
Lo he comprobado en épocas y países diferentes. Hay ocasiones en que la realidad social necesita y reclama la aparición de alguien que asuma la representación de una nueva causa que ha cristalizado en amplios sectores de la sociedad. Pueden ocurrir entonces dos cosas: o que surja por feliz azar la persona que responde a esa necesidad y que logra expresarla y personificarla... o que no aparezca. En este último caso, lo que suele suceder es que los sectores sociales que sienten esa carencia se buscan un sucedáneo -alguien que hace las veces de- y lo adornan mal que bien con los atributos imaginarios del líder al que aspiran. La Historia de España está llena de personajes cuyo afán de notoriedad les llevó a interpretar un papel socialmente necesario para el que verdaderamente no estaban llamados, ni por temperamento ni por convicciones. ¿Cómo no evocar aquí el caso de Francisco Largo Caballero, aquel reformista que por oportunismo y vanidad se avino a transmutarse en el Lenin español?
Muchos de los que ahora apoyan la candidatura de Borrell no se identifican con Borrell, tal como es, sino con el político que desearían que Borrell fuera, ajeno al felipismo y realmente de izquierdas.
Quién sabe: lo mismo se anima y acaba haciendo ese papel.
Javier Ortiz. El Mundo (1 de abril de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 12 de abril de 2013.
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