«No hay mejor modo de desprestigiar una causa que llevarla hasta sus últimas consecuencias». La observación, cargada de sentido común, la hizo hace casi 100 años un político y pensador tenido por el colmo del radicalismo: Vladimir Ulianov, llamado Lenin.
Y es que radicalismo no es sinónimo de insensatez.
Mantengo esa frase bien fresca en la memoria porque, desde que la leí hará sus buenos 30 años, la experiencia práctica no ha dejado de evocármela.
Anteayer me vino nuevamente al recuerdo cuando contemplé el grueso rastro de las voces -y de los textos- que reclaman la aplicación inmediata a Euskadi del artículo 155 de la Constitución Española, que concede al Gobierno la posibilidad de obligar a una Comunidad Autónoma a actuar en contra de su voluntad. Dado que es imposible forzar a nadie a obrar en contra de su deseo si no es mediante la amenaza de la fuerza -y de su uso, si la amenaza no surte efecto-, en realidad este artículo remite al 8º, que pone en manos de las Fuerzas Armadas la misión de «garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional». En definitiva: le están reclamando al Ejecutivo de Aznar que meta en cintura como sea al Gobierno y el Parlamento vascos. A tortas, si se tercia.
La reacción inicial que me provoca esa demanda es de incredulidad. Incredulidad incluso física: me cuesta muchísimo imaginarme una situación de ese género, con las tanquetas del Ejército patrullando por la Concha, los paras instalados en las Siete Calles y los marines desembarcando en Hondarribia para ocupar la Cofradía, conocido reducto abertzale, incautándose de las merluzas del día. Sería para llorar. De risa y de pena, alternativamente.
Pero, más todavía, me produce incredulidad política. ¿Son realmente tan burros los que plantean eso? ¿No se dan cuenta de que significaría ir frontalmente y sin tapujos contra la mayoría de la sociedad vasca? ¿Desconocen que una intervención así cambiaría de modo radical la tendencia de los últimos años, cada vez más desfavorable al nacionalismo excluyente y violento, y que proporcionaría nuevas y potentísimas alas a ETA?
Respuesta: sí y no. No son burros -todos ellos, al menos-, si de lo que hablamos es de coeficiente intelectual. Pero el fanatismo es una poderosa droga, capaz de provocar las obnubilaciones mentales más rotundas.
Me conozco el género. Están tan radicalmente, tan históricamente hartos de los nacionalismos vasco y catalán -¡llevan tantos años prefiriendo «una España roja» a «una España rota»!- que, en cuanto los acontecimientos les rozan y hacen saltar la pátina más o menos liberal y democrática que los acicala, asoma la fiera que alientan en sus vísceras. Como pusieron en su boca, si no recuerdo mal, los geniales humoristas del TMEO: «¿Para qué vamos a dialogar, si podemos resolverlo a hostias?». Sólo les falta decir: «¿Y para esto ganamos una guerra?».
Os contaré una cosa que tal vez no sepáis, y que hace tomarse el asunto doblemente en serio: yo he escuchado a algunos de los que ahora están criticando muy duramente las apelaciones ultras al artículo 155, dándoselas de moderados y ponderados, hablar muy en serio de emprender ese camino y de meter el Ejército en Euskadi.
Así que mucho ojito, que los tiros no van tan descaminados.
P.D. No he metido esta vez como apunte del Diario la columna que publico hoy en El Mundo, básicamente porque refrita varias de las reflexiones incluidas en los apuntes de la semana.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (21 de septiembre de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 15 de enero de 2018.
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