Me tocó en el tramo final del bachillerato un profesor de filosofía que tenía su aquel.
No se puede decir que fuera un tipo encantador. Más bien todo lo contrario; era bastante cabroncete. Daba confianzas a los alumnos para que le hicieran confidencias que luego usaba contra ellos. Y digo «ellos», y no «nosotros», porque yo no le entraba al trapo. Cuando otros se le confiaban, yo callaba. Una vez me dijo: «Ortiz: tú tienes más conchas que un galápago». Contaba yo por entonces 16 años y no sabía de qué iba eso de las conchas y los galápagos, así que no respondí nada. Cuando llegué a casa se lo pregunté a mi padre, sin mencionar dónde y aplicada a quién había oído la expresión -tampoco me fiaba ni un pelo de mi padre-, y así me enteré de su significado.
El profesor aquel era un descreído de tomo y lomo pero, estando como estábamos en plena dictadura nacional-católica, se creía obligado a disimular. Aplicaba tácticas retorcidas para razonar su agnosticismo sin meterse en líos mayores.
Recuerdo el día en que se ensañó con las cinco vías tomistas de demostración de la existencia de Dios. Las ridiculizó todo lo que le dio la gana y, cuando terminó, dijo: «Ahora bien, hay que reconocer que, si ninguna de esas vías considerada aisladamente demuestra nada, en cambio, tomadas las cinco en su conjunto, tienen mucho peso». La falacia me hizo gracia y me eché a reír. Y él, al ver mi reacción, no pudo contenerse y soltó una carcajada.
Mi memoria conserva fiel constancia de otra de sus patas de banco. La soltó el día en que le tocó explicarnos qué debíamos entender por «alma». Se enrolló con la doctrina oficial católico-franquista sobre el espíritu imperecedero y su pobre envoltorio de carne mortal, etc., etc. Finalizado lo cual, añadió: «De todos modos, no deja de resultar curioso que, si introducimos en nuestro cuerpo un cuarto de litro de coñac, nuestra alma se ponga inmediatamente a decir tonterías».
Ya digo que el individuo en cuestión no era santo de mi devoción -nunca he sido demasiado propenso a las devociones, de todos modos-, pero aquella observación suya me ha acompañado hasta hoy, ayudándome a considerar que los estados de ánimo de las personas, empezando por mí mismo, dependen en muy buena medida de sus avatares físicos y, más en general, de las condiciones materiales que enmarcan su existencia.
Un ejemplo muy concreto (que es de hecho el que me ha llevado a derivar por estos recuerdos): arrastro desde hace un par de días un trancazo de mil pares, con todo su correspondiente aparato de toses, estornudos, ojos llorosos y mocos incesantes, lo cual tiene como resultado que todas las noticias que leo u oigo me generan sentimientos especialmente torvos y desagradables. Hasta que introduzco en mi organismo una mezcla de extractos fluidos de tomillo y de drosera rotundifolia, también llamada atrapamoscas, mezcla que reduce de manera llamativa la espectacularidad de mis síntomas catarrales y, por ende, de mi sentimiento trágico de la vida.
En este preciso instante me hallo en uno de esos momentos de relativa beatitud.
En cuanto desaparezcan los efectos balsámicos de la mezcla, volveré a rabiar.
Aprovecharé entonces para escribir mi columna de los jueves en El Mundo. Tengo previsto referirme a Bush, a sus cárceles secretas y a su empleo en Irak de armas prohibidas, bombas de fósforo incluidas. No me vendrá mal el cabreo.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (9 de noviembre de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 26 de octubre de 2017.
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