Gran tensión interterritorial tras la renuncia oficial a realizar el trasvase del Ebro. El Gobierno del PP se había comprometido a fondo con ese plan, que le daba muy buenas rentas electorales en el sur del País Valenciano, en la Región Murciana y en Andalucía oriental, aunque se las retrajera en Aragón y Cataluña.
No me cuesta nada entender los apoyos y los rechazos al Plan Hidrológico Nacional. A la gente suele gustarle que le den y le molesta que le quiten. Pero, cuando me preguntan de qué lado estoy, admito que no tengo suficientes conocimientos técnicos como para tomar una posición rotunda.
Tengo, eso sí, algunos elementos de juicio.
Sé, en primer lugar, que el elevado déficit de agua que padece el Estado español se debe en buena medida a la pésima gestión del agua existente. La Administración no provee el mantenimiento y la mejora de las conducciones, lo que provoca que una proporción escandalosa del agua disponible se fugue durante su recorrido entre el origen y el destino, sin que nadie la aproveche. Leí hace tiempo que en las conducciones de la ciudad de Madrid se pierde no menos del 25% del total del agua que sale de los embalses de la región. Es un ejemplo.
Sé también que en toda el área del Mediterráneo meridional se han propiciado modelos de crecimiento que requieren unas disponibilidades de agua que el medio natural no proporciona ni de lejos.
Hablo de dos sectores económicos muy en particular: la agricultura y el turismo.
En algunas zonas de Almería, Murcia y Alicante se han puesto en marcha grandes cultivos intensivos no adaptados al medio, que requieren riegos muy importantes y casi constantes.
A la vez, se ha optado por un tipo de turismo masificado, basado en la cantidad, lo que supone una sobredemanda de agua impresionante (y muchos otros dispendios infraestructurales).
Para acabar de rematar la faena, la oferta de turismo residencial y de qualité se atiene a parámetros absurdos, destinados a rodear al turista de un entorno propio de la Europa húmeda, con campos de golf y tontunas de ese estilo.
Medio vecino que soy de una comarca del sur del País Valenciano, agarro constantes cabreos cuando veo los cientos de villas costeras de gente bien, todas con su inevitable prado de césped. ¡Césped en Alicante! Hay plantas autóctonas tan verdes como el césped -y más bonitas, para mi gusto- cuyo cultivo requiere dosis de agua mínimas. Pero nadie llama a esa gente la atención por el derroche que hacen de un bien tan escaso y tan preciado.
Y dicen ahora que es de justicia desviar el caudal del Ebro para cubrir las crecientes exigencias planteadas por unas iniciativas económicas más que discutibles que nadie consultó con nadie antes de ponerlas en marcha.
En mi criterio, sería necesario replantearse lo que se está haciendo en toda esa zona, incluso aunque fuera posible autoabastecerla de agua (por ejemplo, con las plantas desalinizadoras que al parecer planea construir el Gobierno del PSOE). Debería estudiarse a fondo tanto el tipo de turismo que conviene (el actual está convirtiendo irreversiblemente la costa sur del Mediterráneo en un erial ecológico) como el tipo de agricultura que debería propiciarse (la de ahora proporciona demasiado a menudo frutos tan relucientes como insípidos. Y eso sin hablar de la explotación ilegal de la mano de obra inmigrante en la que se basa.)
Soy partidario -rotunda, radicalmente partidario- de la solidaridad interterritorial. De repartir no ya lo que sobre, sino lo que haya. De lo que no soy partidario es de que cada cual haga de su capa un sayo, con toda la naturalidad del mundo, y que luego reclame a los demás que le compren más capas, para seguir haciendo lo mismo.
No sé si es éste el caso. Ya digo que razono sólo con algunos elementos de juicio. Tal vez me faltan otros.
Planteo el debate, sin más.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (20 de junio de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 4 de junio de 2017.
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