El sondeo que este periódico publicó ayer confirma que a una amplia mayoría de la población le parece bien que la sociedad española transitara hasta el actual régimen parlamentario a partir de la propia legalidad franquista, es decir, que triunfara la reforma, y no la ruptura.
Se habla ahora de la reforma y la ruptura como si hace veinte años la población de este país, imbuida de hondos sentimientos democráticos, hubiera evaluado ambas posibilidades y decidido que la reforma era el mejor sistema para instaurar un régimen de libertades.
La realidad distó de ser ésa.
Una encuesta realizada en 1973 por los autores del Informe Foessa revela que en aquel tiempo sólo el 42% de los estudiantes, el 40% de los empleados y el 57% de los trabajadores estaban a favor de la libertad de partidos políticos. Años después, otro sondeo, en el que se preguntó a los ciudadanos cómo habían reaccionado ante la muerte de Franco, permitió saber que aquel suceso «entristeció mucho» al 22%; a un 20% le produjo una viva sensación de miedo e incertidumbre, y a un 27% no le provocó ningún sentimiento en especial. Sólo un 9% declaró haber experimentado «una sensación de liberación».
Podrían apuntarse muchos otros datos similares, tomados de la realidad de hace dos décadas.
Si la ruptura no triunfó, fue -en primer lugar y al margen de cualquier otra dificultad- porque los demócratas consecuentes constituían en 1975 en España una exigua minoría. El antifranquismo sólo tenía verdadero arraigo en Cataluña, en Euskadi, en algunas zonas obreras y en determinados ambientes universitarios e intelectuales.
Tampoco venció la reforma porque sus protagonistas anhelaran las libertades, sólo que de modo menos enérgico. Se impuso, sencillamente, porque en la Europa del Mercado Común, que ya apuntaba hacia cotas más altas de integración, resultaba económica, política, social y hasta militarmente inviable una España dictatorial, de partido único y censuras todas. Por las mismas razones por las que se demostró inviable el Portugal de Salazar y Caetano, y la Grecia de los coroneles.
A estas alturas, es absurdo seguir polemizando sobre qué hubiera sido mejor, si la reforma o la ruptura. Viene a ser como discutir qué ventajas habría tenido para España que su subsuelo guardara grandes yacimientos de petróleo.
Tiene, en cambio, mucho interés estudiar la sociología de la reforma, y las repercusiones que sobre la España de hoy ha tenido el hecho de que el régimen actual se construyera haciendo un híbrido entre los sectores menos cavernícolas -o más realistas- del franquismo y los círculos menos escrupulosos -o menos puristas- de la oposición antifranquista.
En mi opinión, el efecto más pernicioso que ese hecho ha tenido sobre nuestra vida política es de género ideológico. Al hacer de cara al público como si todo el mundo fuera demócrata de toda la vida y como si aquí no hubiera pasado nada durante cuarenta años de bárbara dictadura, reservando la verdad para las conversaciones privadas y los cuchicheos, tomó carta de naturaleza una peligrosa doble moral, cuyas repercusiones se están haciendo sentir llamativamente en los últimos años. En efecto, no son pocos los políticos de la nueva hornada que, tras acostumbrarse a hacer la vista gorda ante los desmanes y los crímenes cometidos por otros, perdieron el sentido de la línea que separa lo que es lícito de lo que no lo es. También en sus propios actos.
Algunos felipistas se preguntan en voz alta ahora por qué, si a los prebostes franquistas se les perdonó todo, en nombre de los intereses superiores del Estado, no se puede hacer en estos momentos lo propio, por ejemplo, con los responsables de los GAL. Un pensamiento que tiene su lógica, sin duda. Porque ¿en nombre de qué ética pueden escandalizarse con algunos crímenes de hace diez años los mismos que hace veinte pasaron por alto muchísimos más horrores?
«Las cosas no pudieron ser entonces de otro modo», alegan. Y es posible que tengan razón. Pero eso no blanquea ninguna biografía, ni personal ni colectiva: nada obligó a nadie a aceptar el sentido de la corriente.
La victoria otorga muchos títulos a los triunfadores. Pero entre ellos rara vez se encuentra el certificado de decencia.
Javier Ortiz. El Mundo (20 de noviembre de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de noviembre de 2011.
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