El Consejo de Europa ha vuelto a pedir al Estado español que reforme el artículo 154 del Código Civil, que autoriza a los padres a «corregir razonable y moderadamente a los hijos» sin fijar el límite de lo que se entiende por «razonable» y «moderado». Lo que el Consejo de Europa pretende es que el Código aclare que entre los medios de corrección autorizados no están los castigos físicos ni las actitudes humillantes.
Hace ya 11 años que el Consejo instó a España a reformar su legislación en este sentido. Otras instituciones y organizaciones también lo han reclamado. Ni el uno ni las otras han tenido éxito. Los demandantes alegan que la redacción de la ley española abre «un campo de ambigüedad» que deja finalmente al arbitrio de cada juez el establecimiento de la frontera que separa lo razonable y moderado de lo excesivo e inmoderado. Señalan que, conforme a la actual legislación española, un mismo comportamiento puede ser aceptado o castigado, según quien lo juzgue. Tienen razón, aunque no veo yo que la prohibición de los castigos físicos y de los tratos «que comporten menoscabo de la integridad y dignidad personal» de las criaturas -por emplear la redacción de una de las propuestas que están sobre la mesa-, vaya a establecer criterios no susceptibles de interpretaciones judiciales subjetivas.
Todos y todas sabemos por experiencia propia lo difícil que es manejarse en estos terrenos. Mis recuerdos más desagradables de la infancia -me refiero al ámbito doméstico, porque de eso se trata- apenas recogen episodios violentos (sobre mi persona). Tampoco castigos especialmente humillantes (en lo que a mí se refiere, insisto). A cambio, guardo clavados en lo más hondo varios casos de patente arbitrariedad. Me marcó de por vida comprobar que una misma actuación mía podía caer en gracia, resultar indiferente o ser materia de sanción según el humor del que estuviera mi padre.
¿Debería la ley prohibir también los comportamientos paternos arbitrarios?
Oh paradoja, recuerdo con verdadero afecto, por chocante que parezca, unos azotes que me dio en cierta ocasión mi madre, serena, sin perder la calma, para reconvenirme por una reacción estúpida y violenta que había tenido yo. Entendí muy pronto que tenía toda la razón, y me bajó los humos por mucho tiempo, si es que no para siempre.
Uf. El asunto es complicado, vaya que sí.
Leo en El País una entrevista con un experto que se queja de que muchos padres de hoy en día reproducen miméticamente con sus hijos las pautas que siguieron sus padres con ellos. Seguro que tiene razón, pero a mí me resulta no menos preocupante la actitud de muchos padres que, tal vez por rechazo a lo que vivieron ellos cuando fueron niños, dejan que sus hijos hagan lo que se les pone en las narices, cuando quieren y como quieren. Al menos en mi entorno, veo que van a irrumpir en la sociedad, a no tardar mucho, auténticas legiones de malcriados y malcriadas.
Suele decirse que el oficio de la paternidad -y la maternidad- es el único, de entre los más delicados y peligrosos, que cualquiera está autorizado a ejercer sin preparación ni título alguno. Y es verdad.
No tengo nada en contra de las reformas legislativas que se proponen. Al contrario. Pero no creo que entremos en la vía de las soluciones correctas mientras las madres y los padres, aparte de estar bajo vigilancia legal, no aprendan dos cosas clave: la primera, que el verbo «educar», como sabían los latinos que nos lo inspiraron, es casi sinónimo de «conducir»; y la segunda, que, para conducir a alguien, tiene uno que empezar por saber adónde va él mismo.
Lo cual, tratándose de un país lleno de gente que cuando no vota a este Aznar vota al otro Zapatero, resulta -me temo- harto problemático.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (17 de julio de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 7 de julio de 2017.
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