Se organizó en Italia hace algunos años una huelga de expendedurías de tabaco. En un principio no hubo demasiado problema: los fumadores, avisados, habían hecho acopio de cajetillas. Pero la huelga se prolongó más de lo previsto y las reservas privadas se fueron agotando. Al cabo de unas cuantas semanas, a casi nadie le quedaba ya un maldito cigarrillo que llevarse al pulmón. ¿Qué pasó? Que empezó a haber asaltos por la calle, a punta de navaja. Decenas de ciudadanos tenidos hasta aquel momento por muy honorables no dudaron en traspasar la frontera de la delincuencia para hacerse con su dosis diaria de nicotina.
Comprendí que lo hicieran. El rechazo que siento por la violencia es enorme, pero mi apego al tabaco no le va a la zaga. Lo último que hago antes de dormirme es fumar, y mi primer acto matutino, antes casi de abrir los párpados, es echar la mano a la cajetilla. Lo único que calma mi ansia de fumar es fumar.
Así las cosas, ¿qué me diferencia de un yonqui? Desde el punto de vista médico, nada en absoluto: ambos somos drogodependientes, adictos a un alcaloide. Solo que el mío -por razones estrictamente culturales, que agradezco infinito- se vende sin restricción alguna y a módico precio en establecimientos tanto públicos como privados -aquí mismo, en la Redacción del periódico, sin ir más lejos-, y está sujeto a control oficial, de modo que puedo tener la confianza de que si compro una cajetilla de tabaco negro lo que me venden es tabaco negro, y no caca de la vaca. El yonqui, en cambio, está obligado a acudir al mercado negro para afanarse la heroína, y se la ponen al precio que les viene en gana, y le pueden vender cualquier cosa (que es lo que hacen, de hecho).
La nicotina es más dañina para la salud que la heroína. Es dañina incluso para los que no fuman. La heroína, en dosis moderadas, no tiene apenas efectos secundarios. Los fumadores de opio orientales, que se inician en esa práctica desde la adolescencia, alcanzan edades provectas (los hay que se mueren antes, claro, pero no de eso). A cambio, yo puedo dar por seguro que mis pulmones, mis bronquios y mi sangre no me tienen que estar nada agradecidos por esa humareda tóxica que les largo sin parar.
Escribía Antonio Escohotado ayer en El Mundo que lo que habría que hacer no es prohibir tales o cuales drogas, sino fomentar su buen conocimiento y su consumo sensato. Está bien. Pero, una vez adoptada esa norma de actuación pública -mejor pronto que tarde-, ¿qué trato habría que reservarnos a cuantos fumamos insensatamente (es decir, a cuantos fumamos)? No es cosa de información: sabemos que estamos envenenándonos. Pero hacemos como el bebedor al que un puritano reprochó: «¡Está usted matándose poco a poco!». A lo que él respondió: «Sí; no tengo prisa».
Practicamos el suicidio lento. ¿Qué otra cosa es la vida?
Me dijo un día César Manrique: «¡Muyayo, te estás envenenando!».
Y al poco se mató con su coche.
Javier Ortiz. El Mundo (10 de junio de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 18 de junio de 2011.
Comentar