Los amigos y amigas de Bizitzeko me han pedido que acuda a Bilbao para discutir sobre leyes y drogas. Aprovecho para acercarme a San Sebastián, mi pueblo natal. Escribo estas líneas, próxima la hora del mediodía, en un mirador del monte Ulía, desde el que se goza de una panorámica casi completa de la ciudad: mi barrio en primer plano, con la playa agitada por un enfurecido oleaje, algunos chavales haciendo surf; algo más al fondo, el estrecho Paseo Nuevo, azotado por el mar; la Parte Vieja y el breve monte Urgull, con su estrafalario Sagrado Corazón en la cumbre; La Concha, Ondarreta, Igeldo... Ayer llovió, hoy el cielo ha amanecido sin nubes y el sol hace brillar el verde intenso de los montes, salpicado por los tenues ocres del otoño que se muere.
San Sebastián es una droga. Lo es para mí, por lo menos. Tiene un efecto potenciador. Si acudo a esta ciudad con el ánimo alegre, me lo exalta hasta la euforia. Si triste, me hunde en la peor de las melancolías. Si estoy contento, sólo tengo ojos para sus encantos, para la simpatía de la gente, para esa fantástica calidad de vida que tanto sorprende a quienes llegan aquí pensando que han puesto sus pies en la capital del atentado, del secuestro y los tiros. Si me siento abatido, en cambio, la cordialidad me parece frivolidad, los chavales del surf, unos pijos completos, y la calidad de vida, el resultado de haber expulsado al extrarradio hasta la más mínima huella de fábrica, en clara demostración de repulsivo clasismo insolidario.
Como todas las drogas, San Sebastián no es, en sí misma, ni buena ni mala. Todo depende de quien la consume, del ánimo con que lo hace, de la dosis y de la frecuencia. Claro que las drogas tienen capacidad destructiva. Pero sólo se destruye quien, por deseo consciente o inconsciente, quiere hacerlo. Por lo demás, cada cual es libre de autodestruirse, si lo hace sin molestar a nadie. «El vino es un veneno lento, y yo no tengo prisa», se leía en los muros de algunas viejas tabernas. La gran ventaja del vino es que, con unos pocos duros, puede conseguirse en cualquier parte -aquí, en San Sebastián, cada veinte metros- y que, si está adulterado más de lo químicamente tolerable, quien lo vende se la carga. En cambio, las drogas ilegales están controladas por negras mafias clandestinas que las trafican a su guisa y las venden a precios exorbitantes, lo que obliga a sus consumidores a disponer de sumas de dinero de las que muy a menudo carecen.
Yo, que soy un antiguo, cuando no puedo soportar la realidad que me rodea -o la mía misma-, huyo, en busca de la alegría y la paz que me faltan, de la mano de las viejas drogas de siempre: el tabaco, el vino... y San Sebastián, esta vieja coqueta a la que hoy el tibio sol de invierno ha vestido de fiesta. Otros se acostumbraron a escapar con la ayuda de drogas más caras y más difíciles de encontrar.
No seré yo quien se lo reproche.
Javier Ortiz. El Mundo (15 de diciembre de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 18 de diciembre de 2010.
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