-¿Alternativa? ¿Qué alternativa? No considero ninguna posibilidad que no sea la victoria.
Fue la seca respuesta que dio el capitán Otelo Saraiva de Carvalho al mayor Vitor Alves, militar de vocación política, pocas horas antes del inicio de la revuelta triunfal del Movimiento de las Fuerzas Armadas, el movimiento de los capitanes, contra la dictadura de Marcelo Caetano.
El propio Alves, de talante moderado, acabaría contagiado de esa certeza en la victoria.
-La rueda es ya imparable. Ahora sólo queda dejarla rodar. Si sale mal, mala pata -respondió a otro oficial del Ejército que le preguntó si no sería mejor aplazar el movimiento hasta que estuviera más maduro. (*)
Esta madrugada hará 30 años de aquel levantamiento.
En España se vivió con emoción. Los enterados sabían que en el seno del Ejército luso había un fortísimo sentimiento de rebeldía contra las guerras coloniales, carentes de futuro, y que los jóvenes oficiales, proletarizados por la evolución de la propia sociedad y radicalizados por la ceguera y la corrupción de sus mandos, se habían organizado para acabar con el régimen filofascista que llevaba casi cuatro décadas atenazando al pueblo de Portugal. A este lado de la frontera, no pocos miraban aquello con mal disimulada envidia. ¡El Ejército, con la izquierda! ¡Un golpe de Estado a favor de la libertad!
El 25 de abril me pilló en París. No tardamos en enterarnos allí de que la señal que había servido de aviso para el inicio del movimiento había sido la emisión nocturna por las ondas de Radio Renascença, minutos después del comienzo del programa Limite, de una canción que Zeca Afonso había grabado para Le Chant du Monde y que estaba prohibida en Portugal: «Grandola, vila morena».
Resultaba tranquilizador que hubieran recurrido a la voz de Zeca Afonso: era un izquierdista reconocido.
En cosa de horas empezaron a llegar las imágenes y nos fuimos habituando a aquellos rostros, unos más reconfortantes (Otelo, Rosa Coutinho), otros mucho más problemáticos (Spínola).
Miradas con la perspectiva de tantos años, las dos transiciones, la portuguesa y la española, encargadas de enterrar dos dictaduras similares para instaurar dos regímenes parlamentarios también parecidos, cobran significados históricos inevitablemente parejos. Está claro que ni el post-salazarismo de Caetano en 1974 ni el post-franquismo de Arias Navarro en 1976 tenían porvenir en aquella Europa abocada a su unificación bajo cánones democráticos. Se recorrió el mismo camino por senderos diferentes.
Sin embargo, para cientos de miles de personas de allí y de aquí ni hubo, ni hay, ni habrá nunca comparación posible.
El pueblo portugués se dio el gustazo de ver el hundimiento del tinglado de la dictadura. De protagonizarlo en seguida, mano a mano con los soldados, el clavel en el puño y en la boca del fusil.
Aquí, en cambio, nos tocó asistir a la bochornosa ceremonia de una sucesión atada y bien atada.
-¿Hubieras preferido ser portugués? -me preguntó hace meses un amigo que me oyó dejar constancia de mi profundo respeto por la transición portuguesa.
- Lo fui -le respondí-. Por unas semanas. Por unos meses. Siempre algo, desde entonces.
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(*) Otelo Saraiva de Carvalho, Memorias de abril, Iniciativas Editoriales / El Viejo Topo, Barcelona, 1978.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (24 de abril de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 21 de mayo de 2017.
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