Un jurista que jugó un papel destacado en la elaboración de las leyes electorales españolas me lo confesó hace poco sin ningún pudor: «Las hicimos así para impedir que hubiera parlamentos ingobernables». O sea, que los ilustres próceres de la transición juzgaron que la ciudadanía no estaba aún madura –según su especial concepto de la madurez, claro está– y decidieron corregir a golpe de ley el pluralismo real de nuestra sociedad. Gracias a tan singulares demócratas, contamos desde hace tres lustros con un sistema electoral que funciona como una eficaz máquina de favorecer a los poderosos. Y ahí están ellos, tan felices, presumiendo de lo inútil que resulta aquí votar en favor de cualquier candidatura que no se cuente entre las selectas.
No hago mención de esta realidad para pretender que las leyes estén secuestrando la voluntad popular. Ni siquiera creo que, para estas alturas, haya una voluntad popular que quepa secuestrar. Me limito a recordar el hecho, para que nadie me venga con esa aburrida vaina de que abstenerse es «incívico». Para incívica, nuestra legislación electoral. Negarse a votar por razones de principio es una opción plenamente justificada desde el punto de vista ético. Justificada, pero no obligatoria. Quien como yo repudie el juego por estar en radical desacuerdo con las reglas puede plantearse también la posibilidad de utilizar el voto, si no ya para que triunfe lo que debería ser, sí para tratar de que no gane lo que no debe ser de ningún modo. Como pura defensa. Igual que los judokas aprovechan la fuerza agresiva de su oponente para rechazar la agresión.
He aquí dos posibles opciones de rechazo: la abstención y el voto de castigo. ¿Cuál es mejor? Eso es algo que ya no depende de la ética, sino de la matemática y de la geografía electoral, regla D'Hont en mano.
Javier Ortiz. El Mundo (30 de mayo de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de enero de 2018.
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