El primer ministro francés, Lionel Jospin, ha rechazado el modelo alemán para la construcción europea: no cree ni en una UE de länder -hecha a imagen y semejanza del federalismo alemán- ni en los Estados Unidos de Europa, como copia de los de América.
Yo tampoco.
Los periódicos dicen que Jospin propugna «una federación de Estados-Nación». Se presenta el asunto como si fuera cuestión de gustos: «Ya se sabe cómo son los franceses», etcétera. Jospin se ha limitado a tener en cuenta la realidad, tal cual es: bajo la pátina del europeísmo à la mode, los viejos nacionalismos siguen su curso. En cuanto se rasca un poco en la superficie de las proclamas oficiales, asoma la defensa a ultranza de los intereses nacionales. Y a veces sin rascar.
Las competiciones deportivas son hoy en día una nítida expresión de los sentimientos de pertenencia, de identificación colectiva. Pues bien: estoy por ver que la población europea se vuelque alguna vez unificadamente a favor de un equipo o de un deportista del Viejo Continente por el hecho de serlo. Ejemplo: si se juega una final entre un tenista norteamericano y otro italiano, los espectadores alemanes, ingleses, franceses o españoles no se sienten concernidos en lo más mínimo. Lo ven como italiano, no como europeo. Sencillamente: el europeísmo es, hoy por hoy, mera retórica. No ha calado. La UE es un conglomerado de intereses, esencialmente económicos; no «un proyecto de vida en común».
La propuesta alemana, bajo el reclamo de una unificación más honda y más rápida, es, de hecho, un intento de Alemania de imponer al conjunto del continente su hegemonía económica y demográfica. La respuesta de Jospin, basada en la admisión de las realidades nacionales que subyacen bajo la superestructura comunitaria, no sólo es más realista, sino también más equilibrada. Cabe reprocharle, eso sí, que no lleve lo suficientemente lejos su crítica a las pretensiones uniformadoras: los llamados Estados-Nación tampoco son un espejo de perfecciones. Pero el planteamiento de Jospin es notablemente preferible al defendido por Schröder. No sólo propone un modelo menos hegemonista, sino también más democrático (en la medida en que quiere someter a los mandos comunitarios a un control más efectivo) y también más social (puesto que propugna que la UE armonice «al alza» su legislación laboral y defiende que se abra un espacio continental de negociación colectiva).
Dicho en pocas palabras: tal vez el modelo francés no entusiasme demasiado, pero por lo menos da menos miedo.
Javier Ortiz. El Mundo (30 de mayo de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 4 de junio de 2011.
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