Ayer visité las ruinas mayas de Chichen Itza.
Algunos lectores me han preguntado que qué tal las ruinas.
Respondo: bien, gracias. En su sitio.
Subí a una pirámide de mil pares, altísima, llena de jeroglíficos, escalón a escalón, como si me fuera la vida en ello.
Llegué arriba hecho una mierda. Bajé todavía peor.
Supongo que la gracia consistía en demostrarme que era capaz de hacerlo. Tengo comprobado que basta con que me digan que algo es difícil, complicado o arriesgado para que me entren ganas de intentarlo.
O sea, que no soy más que otro idiota competitivo.
Cuando volví al campamento-base (o sea, al hotel que está al pie de las ruinas), me metí bajo una ducha y estuve un cuarto de hora dejando que el agua fría hiciera lo posible por reparar mi deterioro total.
-¿Qué tal? -me preguntó un compañero de travesía que, pese a tener treinta años menos, estaba igual de destrozado que yo.
-Excelente -le contesté-. He entrado muerto y he salido sólo agonizante.
Se lo tomó como una humorada. Era un diagnóstico científico.
Pero no fue eso, ni mucho menos, lo que más me impresionó de la excursión.
Lo que me dejó más hecho polvo, con diferencia, fue la contemplación de la miseria, la inseguridad y la desasistencia en las que malvive la población de los estados unidos mexicanos de Quintana Roo y Yucatán. Chozas. Carreteras mugrientas con cientos de chozas a los lados, cada una con sus cuatro gallinas que se meten por delante de los coches destartalados que circulan con la indiscutible ayuda de Santa Rita, abogada de imposibles. Perros que sestean, a falta de algo mejor que hacer. Ni un cultivo. Tiendas que dan grima. Algunas mujeres que barren con tenacidad fanática entradas de cabañas que no tienen la más mínima posibilidad de llegar limpias a la media hora siguiente. Y niños. Y niñas. Muchas. Jugándose el tipo sin conciencia de estar haciéndolo, corriendo delante de los coches, rivalizando con las gallinas, cruzándose a su aire.
Y que sea lo que Dios quiera.
Comprendí por qué los tour operators han montado los macrohoteles de la costa, la famosa Riviera Maya, con su Cancún y toda la pera, en los que es posible pasar todo el tiempo que sea, semanas y semanas, sin necesidad de salir de sus enormes complejos, en los que hay de todo y todavía más.
Se trata de que el turista no se entere de dónde está.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (29 de abril de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 11 de noviembre de 2017.
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