Dejar hablar a los que están de acuerdo con uno mismo no es muestra de espíritu democrático, sino regodeo. Tratar con respeto al que, aunque no comparta por entero las propias ideas, se sitúa en el mismo universo ideológico, tampoco es prueba de particular tolerancia. El verdadero defensor de la libertad de expresión es aquél que reclama que también puedan manifestarse sin ninguna traba quienes sostienen opiniones radicalmente contrarias a las suyas.
Esto, así expresado -en tanto que principio neutro-, seguro que a casi todo el mundo le parece bien. Sin embargo, casi nadie lo respeta en la práctica. Como tantos otros principios, se predica en abstracto y se niega en concreto.
Un ejemplo. Durante el periodo de discusión del nuevo Código Penal español, hace ahora un par de años, hubo un gran clamor en demanda de que la ley penara la apología del racismo, la xenofobia, el antisemitismo y cuantas doctrinas discriminan a las personas en razón de su religión, ideología, sexo u orientación sexual. Lo lograron y, en efecto, el actual Código acoge esas figuras penales de nuevo cuño.
Me parece un error.
Siento una viva repugnancia por las doctrinas ultras. A lo largo de mi ya dilatada vida, he combatido en favor de la igualdad de derechos de todos los humanos. Pero, por muy cargantes que me resulten los racistas, los xenófobos y los sexistas -entre otros muchos istas- me opongo a que se les prive del derecho a expresar con total libertad lo que piensan. Por aberrante que sea.
Miguel Ángel Rodríguez dijo en cierta ocasión una cosa sensata. (Lo recuerdo bien porque me llamó la atención: no suele). «Las palabras no matan», afirmó.
Con el actual Código Penal en la mano, hay ensayos de Baroja que habría que prohibir: don Pío era de un antisemitismo delirante. La obra entera del marqués de Sade correría suerte pareja. ¿Incitar al delito? Marinetti reclamaba que la gente asaltara los museos y les prendiera fuego con gasolina. Hace poco leí que Cornuty, un escritor francés que se afincó en España allá por el 98, proclamaba sin cesar en su dudoso castellano: «¡Quiero ver a mi padre y mis hermanos ahorcados en un jardín reducido!».
Que cada cual diga lo que quiera. La razón no tiene nada que temer de la sinrazón. Al contrario: es enfrentándose a ella como mejor pule sus armas. Por lo demás, las incitaciones no hacen milagros. Ninguna proclama fuerza los actos de quien la oye o lee. Sólo los ya predispuestos se dejan influir. El problema está, en todo caso, en las predisposiciones perversas. Pero ésas no desaparecerán porque se censuren las proclamas.
Jamás haré nada que contribuya a acallar a los órganos de expresión felipistas. Me molesta el felipismo. Pero, puesto que existe, que se exprese. Sin embargo, los felipistas hacen cuanto pueden para silenciar a quienes estamos en su contra.
He ahí la manifestación de dos concepciones del mundo.
Y de la libertad, por ende.
Javier Ortiz. El Mundo (4 de enero de 1997). Subido a "Desde Jamaica" el 7 de enero de 2013.
Comentarios
A este respecto no puedo hacer más que recomendar fervientemente la lectura del escrito de Raoul Vaneigem "Nada es sagrado, todo se puede decir" que editó Melusina hace unos años.
Escrito por: josep m. fernández.2013/01/07 13:46:2.643000 GMT+1