Su primera reacción fue de total estupor. Según lo que acababa de escuchar en las noticias de la radio, el drama se estaba produciendo ahí mismo, delante de él. Sintió la angustia de saber el horror cercano y no poder hacer nada para remediarlo
Recorrió el paseo marítimo bajo el ventarrón de Levante, entornando los ojos para evitar la arenilla y para mejor otear el mar, el horizonte.
La radio había dicho -al final del informativo, como noticia de aluvión, poco antes del boletín del tiempo, casi como parte de él- que en algún punto de esa mar de plomo que el viento rizaba en la vecindad del Estrecho, quizá a muy escasa distancia de donde él mismo estaba, había catorce hombres luchando contra la muerte, intentando nadar hacia la orilla, tratando tal vez tan sólo de seguir a flote agarrados a los restos de la pequeña «zodiac» rota en medio del vendaval, incapaz de soportar tanto peso.
Oyó el ruido silbante de las palas. Vio al poco el helicóptero de la Policía que marchaba a rastrear el mar en busca de los naúfragos. ¿Los encontraría? ¿Querrían ellos que los encontraran? ¿Para qué? ¿Para que los devolvieran a Marruecos? ¿Para tener que reunir otra vez poco a poco las cien mil pesetas que les dieran derecho a montar en otra patera de mala muerte, de nuevo a la aventura?
No vio nada.
Al siguiente día conectó la radio en cuanto se despertó. Oyó que doce de los naúfragos habían muerto, uno de ellos a un paso de la costa. El mar había arrastrado hasta la orilla a los dos restantes.
No dijeron más. Aquel día todos los medios estaban muy ocupados dando cuenta de muertes ilustres: la del «destapado» del PRI, Luis Donaldo Colosio, al que un joven había volado de un chingazo la maceta, según la fría descripción premonitoria del Tirano Banderas; la de Giulietta Masina, la breve viuda triste; la de monseñor Alvaro del Portillo, conocido prelado de una conocida obra. Entre tanto cadáver exquisito, esa docena de muertos bajo el agua del Estrecho apenas encontraba sitio. «Normal», pensó. Ni ellos eran nadie ni lo suyo era nada nuevo. Habían pasado de no ser sino unos muertos de hambre a no ser sino unos muertos por hambre: la delgada frontera de una preposición.
Todo estaba dispuesto, pues, para que el episodio entrara en los dominios del olvido. Y en los de las estadísticas imposibles: doce nombres desconocidos más a sumar a los muchos -¿cuántos? ¿Cuatro, cinco mil?- que yacen bajo las aguas del Estrecho.
También él trataba de olvidar. Pero la radio volvió ayer a hablarle de ello: «La Policía ha establecido -anunció- que la «zodiac» hundida no transportaba emigrantes ilegales, sino un cargamento de hachís».
O sea, otro tipo de mercancía ilegal.
Aunque quizá ésta pongan más empeño en rescatarla.
Javier Ortiz. El Mundo (26 de marzo de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 27 de marzo de 2011.
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