A veces, los nombres y los títulos no sólo no reflejan las realidades, sino que las contradicen. Es como si quienes los exhiben los hubieran escogido con la esperanza de que les tapen sus vergüenzas: dime de qué presumes y te diré de qué careces.
Tomemos el caso de Corea del Norte, ahora que tanto sale en la tele su vecina del sur. Como es sabido, Corea del Norte no se denomina oficialmente Corea del Norte, sino República Democrática de Corea. Llamar «democrático» al régimen de Pionyang tiene unos bemoles que rompe los tímpanos. En realidad, resulta discutible incluso que quepa llamarlo «República». Salvo por el hecho de que la familia Kim no figura en el Gotha, su dominio presenta todos los signos externos de una monarquía hereditaria.
Pasaba otro tanto hace años con las sedicentes «democracias populares». Aparte de que la expresión «democracia popular» sea un pleonasmo bilingüe -al estilo de lo de las Hermanas Sixters, sólo que en griego y latín-, aquellos regímenes presentaban un déficit de aúpa en ambos terrenos.
Hubo un tiempo en el que la vida política española, harto más fluida y participativa que ahora, producía sin parar siglas y denominaciones incongruentes. Cuando los partidos sufrían un desgarro -cosa extraordinariamente frecuente-, los partidos o partiditos resultantes de la escisión mostraban una recurrente tendencia a elegir nombres que incluían palabras como «Unidad», «Unificación», «Unión», «Reagrupamiento», etcétera. Por su parte, los grupos universitarios de izquierda rara vez se sustraían a la tentación de hacerse llamar «obreros», o incluso «proletarios». Era evidente que a sus integrantes les avergonzaba su condición de estudiantes, cosa que la mayoría solía demostrar de un modo muy práctico: no estudiando.
Las derechas tampoco se escapan de esta regla. Los más veteranos recordarán la ingente cantidad de «demócratas de toda la vida» que produjo la Transición. Poco importaba que todo el mundo los recordara vestidos con la camisa azul de Falange y haciendo el saludo fascista, brazo en alto: ellos se montaron su Unión de Centro Democrático y se quedaron tan anchos. El propio Fraga afirmó que era él, y no Suárez, quien reunía el máximo de méritos para encabezar la articulación del centro, así que se montó su tinglado aparte, al que llamó, claro está, Alianza. La pelea era digna de admiración: un ex secretario general del Movimiento (o sea, del partido único franquista) y un ex ministro de Franco disputándose la jefatura del centrismo bajo la atenta mirada de un rey -también muy demócrata, por supuesto- entronizado por Franco.
El caso más espectacular de travestismo político que se haya producido por estos lares en las últimas décadas, no obstante, es el que encabezó José María Aznar a partir de 1989: de repente, el líder de la derecha española era un dechado de centrismo, moderación, buen trato a los sindicatos, amplio programa social, celo en la lucha contra el recorte de las libertades (recuérdese su oposición a la Ley Corcuera, a la llamada «Ley Mordaza» y a la primera Ley de Extranjería)... Incluso, tras su pírrica primera victoria electoral, se mostró comprensivo hacia los partidos nacionalistas periféricos.
Aquellos si que eran tiempos. Ahora -desde hace tres años- su ocupación principal es la contraria. Se ha ido quitando, una tras otra, todas las caretas. Ayer declaró: «Hay que quitarse la máscara de hipocresía ante la inmigración». A fe que no sabía que le quedara ésa.
A lo que no renuncia, en todo caso, es a responder a la ley general: sigue presumiendo de lo que carece. Haced recuento de las veces que en sus intervenciones públicas actuales repite las palabras «libertad» y «democracia». Las mete de por medio vengan o no a cuento. Machacona, constantemente.
Tanto más carece de algo, tanto más presume de ello.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (5 de junio de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 29 de abril de 2017.
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